Stephen camina por la calle, mira las vidrieras, y finalmente encuentra a su hermana Dilly, quien le empeñó sus libros, y que ha comprado con el magro dinero que le ha sonsacado al padre un libro de francés para escapar a París, como el hermano. Stephen, que no tiene un mal pasar, siente remordimientos por la miseria de su familia, piensa en la madre que se ahogó recientemente en su propio vómito. Esta sección, entre las dieciocho que componen el capítulo diez, es en gran parte dependiente del idioma inglés. Todas las secciones se suponen concomitantes, y hay pequeños indicios cronológicos para ensamblarlas (en este caso, una referencia al padre Conmee).

Stephen Dedalus watched through the webbed window the lapidary’s fingers prove a timedulled chain. Dust webbed the window and the showtrays. Dust darkened the toiling fingers with their vulture nails. Dust slept on dull coils of bronze and silver, lozenges of cinnabar, on rubies, leprous and winedark stones.Born all in the dark wormy earth, cold specks of fire, evil lights shining in the darkness. Where fallen archangels flung the stars of their brows. Muddy swinesnouts, hands, root and root, gripe and wrest them.

She dances in a foul gloom where gum burns with garlic. A sailorman, rustbearded, sips from a beaker rum and eyes her. A long and seafed silent rut. She dances, capers, wagging her sowish haunches and her hips, on her gross belly flapping a ruby egg.

Old Russell with a smeared shammy rag burnished again his gem, turned it and held it at the point of his Moses’ beard. Grandfather ape gloating on a stolen hoard.

And you who wrest old images from the burial earth! The brainsick words of sophists: Antisthenes. A lore of drugs. Orient and immortal wheat standing from everlasting to everlasting.

Two old women fresh from their whiff of the briny trudged through Irishtown along London bridge road, one with a sanded umbrella, one with a midwife’s bag in which eleven cockles rolled.

The whirr of flapping leathern bands and hum of dynamos from the powerhouse urged Stephen to be on. Beingless beings. Stop! Throb always without you and the throb always within. Your heart you sing of. I between them. Where? Between two roaring worlds where they swirl, I. Shatter them, one and both. But stun myself too in the blow. Shatter me you who can. Bawd and butcher, were the words. I say! Not yet awhile. A look around.

Yes, quite true. Very large and wonderful and keeps famous time. You say right, sir. A Monday morning, ‘twas so, indeed.

Stephen went down Bedford row, the handle of the ash clacking against his shoulderblade. In Clohissey’s window a faded 1860 print of Heenan boxing Sayers held his eye. Staring backers with square hats stood round the roped prizering. The heavyweights in light loincloths proposed gently each to other his bulbous fists. And they are throbbing: heroes’ hearts.

He turned and halted by the slanted bookcart.

– Twopence each, the huckster said. Four for sixpence.

Tattered pages. The Irish Beekeeper. Life and Miracles of the Curé of Ars. Pocket Guide to Killarney.

I might find here one of my pawned schoolprizes. Stephano Dedalo, alumno optimo, palmam ferenti.

Father Conmee, having read his little hours, walked through the hamlet of Donnycarney, murmuring vespers.

Binding too good probably, what is this? Eighth and ninth book of Moses. Secret of all secrets. Seal of King David. Thumbed pages: read and read. Who has passed here before me? How to soften chapped hands. Recipe for white wine vinegar. How to win a woman’s love. For me this. Say the following talisman three times with hands folded:

– Se et yilo nebrakada femininum! Amor me solo! Sanktus! Amen.

Who wrote this? Charms and invocations of the most blessed abbot Peter Salanka to all true believers divulged. As good as any other abbot’s charms, as mumbling Joachim’s. Down, baldynoddle, or we’ll wool your wool.

– What are you doing here, Stephen.

Dilly’s high shoulders and shabby dress.

Shut the book quick. Don’t let see.

– What are you doing? Stephen said.

A Stuart face of nonesuch Charles, lank locks falling at its sides. It glowed as she crouched feeding the fire with broken boots. I told her of Paris. Late lieabed under a quilt of old overcoats, fingering a pinchbeck bracelet, Dan Kelly’s token. Nebrakada femininum.

– What have you there? Stephen asked.

– I bought it from the other cart for a penny, Dilly said, laughing nervously. Is it any good?

My eyes they say she has. Do others see me so? Quick, far and daring. Shadow of my mind.

He took the coverless book from her hand. Chardenal’s French primer.

– What did you buy that for? he asked. To learn French?

She nodded, reddening and closing tight her lips.

Show no surprise. Quite natural.

– Here, Stephen said. It’s all right. Mind Maggy doesn’t pawn it on you. I suppose all my books are gone.

– Some, Dilly said. We had to.

She is drowning. Agenbite. Save her. Agenbite. All against us. She will drown me with her, eyes and hair. Lank coils of seaweed hair around me, my heart, my soul. Salt green death.

We.

Agenbite of inwit. Inwit’s agenbite.

Misery! Misery!

Stephen Dedalus observó a través de la vidriera en forma de tela de araña cómo los dedos del lapidario comprobaban una cadena desgastada por el tiempo. El polvo ensuciaba la vidriera y los estuches formando una tela de araña. El polvo oscurecía los laboriosos dedos con sus uñas de buitre. El polvo dormía en desgastados aros de bronce y plata, rombos de cinabrio, sobre rubíes, rocas leprosas y oscuras como el vino.Todas nacidas en la oscura y agusanada tierra, frías chispas de fuego, malvadas luces brillando en la oscuridad. Donde los arcángeles caídos arrojaron las estrellas de sus frentes. Embarrados hocicos de cerdo, manos, raíz y raíz, las agarran y se las sacan.

Ella baila en una fétida tiniebla donde la encía se quema con ajo. Un marinero, de barba oxidada, toma un trago de una jarra de ron y le echa un ojo. Un largo y silencioso estado de celo, alimentado por el mar. Ella baila, salta, moviendo sus porcinos perniles y su cadera, un huevo rubí aleteando en su grueso vientre.

El viejo Russell con un embarrado harapo de gamuza volvió a pulir su gema, la dio vuelta y la sostuvo a la altura de su barba de Moisés. El abuelo mono codiciando un botín robado.

¡Y ustedes que arrebatan viejas imágenes de la tierra de la sepultura! Las palabras enfermas de los sofistas: Antístenes. Un saber de drogas. Naciente e inmortal trigo erguido de siempre a siempre.

Dos ancianas refrescadas luego de una bocanada de aire salobre caminaban pesadamente a través de Irishtown por London Bridge Road, una con una sombrilla llena de arena, la otra con un bolso de comadre donde se retorcían once berberechos.

El zumbar de ondulantes tiras de cuerina y el canturrear de los dínamos de la usina urgieron a Stephen a continuar. Seres sin ser. ¡Alto! Un latir siempre fuera tuyo y el latir siempre dentro. Tu corazón del que cantás. Yo entre ellos. ¿Dónde? Entre dos mundos que rugen donde remolinean, yo. Hay que destruirlos, uno y ambos. Pero aturdirme también en el golpe. Destrúyame el que pueda. Alcahuete y carnicero, eran las palabras. ¡Digo! No por un rato. Una mirada a los alrededores.

Sí, es cierto. Muy grande y maravilloso y lleva la famosa hora. Usted dice bien, señor. Una mañana de lunes, era, en efecto.

Stephen bajó por Bedford Row, la manija del fresno castañeteando contra su omóplato. En la vidriera de Clohissey una impresión descolorida de 1860 de Heenan boxeando contra Sayers capturó su mirada. El público simpatizante con sombreros cuadrados se encontraba de pie rodeando las cuerdas del ring. Los pesos pesados en livianos pantalones cortos se proponían gentilmente uno al otro sus puños bulbosos. Y laten: corazones de héroes.

Se dio vuelta y se detuvo al lado del inclinado carro de libros.

– Dos peniques cada uno, dijo el vendedor ambulante. Cuatro por seis peniques.

Páginas andrajosas. El Apicultor Irlandés. Vida y Milagros del Curé de Ars. La Guía de Bolsillo de Killarney.

Podría encontrar aquí empeñado alguno de los premios que gané en la escuela. Stephano Dedalo, alumno optimo, palmam ferenti.

El padre Conmee, habiendo leido sus horitas, caminó a través de la aldea de Donnycarney, murmurando vísperas.

Probablemente una encuadernación demasiado buena, ¿qué es esto? Libros octavo y noveno de Moisés. Secreto de todos los secretos. Sello del Rey David. Páginas con pulgares marcados: lectura tras lectura. ¿Quién estuvo aquí antes que yo? Cómo suavizar las manos agrietadas. Receta para vinagre de vino blanco. Cómo ganar el amor de una mujer. Este es para mí. Decir el siguiente conjuro tres veces, con las manos juntas:

Se et yilo nebrakada femininum! Amor me solo! Sanktus! Amen.

¿Quién escribió esto? Encantos e invocaciones del bendito abad Peter Salanka para divulgación a todos los verdaderos creyentes. Tan bueno como cualquiera de los otros encantos del abad, como los del murmurante Joachim. Abajo, pelado, o te trasquilamos la lana.

-¿Qué hacés por acá, Stephen?

Los altos hombros de Dilly, y su ajado vestido.

Cerrá el libro rápido. Que no vea.

-¿Qué hacés vos? dijo Stephen.

La cara de estuardo de un sin par Carlos, mechas de pelo lacio cayendo a los costados. Resplandecía cuando ella se arrodillaba para alimentar el fuego con botas rotas. Le conté de París. Tirada tarde en la cama bajo un edredón de viejos abrigos, manipulando un brazalete barato, regalo de Dan Kelly. Nebrakada femininum.

-¿Qué tenés ahí? preguntó Stephen.

-Se lo compré al otro vendedor por un penique, dijo Dilly, riendo nerviosamente. ¿Vale algo?

Mis ojos dicen que ella tiene. ¿Los otros me ven así? Rápidos, distantes y audaces. Sombra de mi mente.

Tomó el libro sin tapas de la mano de ella. Elementos de francés, de Chardenal.

-¿Para qué te compraste esto? preguntó él. ¿Para aprender francés?

Ella asintió, enrojeciendo y apretando los labios.

No muestres sorpresa. Que se vea natural.

-Tomá, dijo Stephen, no está mal. Cuidá que Maggy no te lo empeñe. Supongo que ya todos mis libros lo estarán a esta altura.

-Algunos, dijo Dilly. No tuvimos otra.

Se ahoga. Remordimiento. Salvala. Remordimiento. Todos contra nosotros. Me va a ahogar con ella, ojos y cabello. Rodetes lacios de cabellos de algas a mi alrededor, alrededor de mi corazón, de mi alma. Salobre muerte verde.

Nosotros.

Remordimiento de conciencia. La conciencia que remuerde.

¡Miseria! ¡Miseria!

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