Harold Pinter publicó en 1957 “The dumb waiter” (aquí traducida como “El montaplatos”, en un excelente argentino coloquial por el dramaturgo Rafael Spregelburd); en 1993, a pedido de la BBC, adaptó “El Proceso” de Franz Kafka para el cine, injustamente olvidado bajo la sombra inolvidable de la versión de Orson Welles. Ambas obras, separadas por muchos años, son apariencias de un mismo fondo: es conocida la veneración de Pinter, sus lecturas exhaustivas del escritor praguense, especialmente a partir de la comisión de la BBC. Antes de escribir los elementos simbólicos que veo en común entre The dumb waiter y Der Process, digo en pocas palabras la trama del primero (el segundo creo es conocido ya por todo el mundo).
The dumb waiter trata de dos matones que están en un sótano esperando para asesinar a alguien, aunque todavía no saben quién es. En la espera discuten las noticias del diario y la semántica de ciertas expresiones; en un momento, un ente misterioso comienza a emitir órdenes de preparación de platos para un restaurant, a través de papelitos en un montaplatos, o de un tubo que trae las superiores voces. Los matones no se explican quién está enviando allá arriba esas órdenes, ni por qué ignora que el sótano no es una cocina; para contentarlo, le envían por el montaplatos lo poco que tienen para comer ellos mismos, y por el tubo, disculpas y deferencias. Hay tres personajes: Gus, siempre nervioso, cuestiona a su compañero, se cuestiona por qué hace lo que hace, la forma en que lo hace, a quiénes se lo hace; Ben, obediente, estructurado, brusco, lacónico, termina por asesinar a Gus, por una orden que llega por el tubo; Wilson, el invisible Jefe, quien nunca aparece y “se comunica siempre a través de mensajes”.
El proceso tiene tres entidades principales, también: K., un hombre común, es acusado por un ente incorpóreo, inalcanzable, inapelable: la Autoridad; ambas partes, que nunca se encuentran, están mediadas por instancias ineptas, sumisas, temerosas, infinitas. También K. se rebela, pero sólo puede expresar su hartazgo frente a los subordinados burócratas; también a K. lo terminan haciendo matar, absurdamente, sin explicación. Ni K. ni Gus se sienten bien en ese sistema cuyos ritos son un poco ridículos y vacíos de sentido para ellos.
Hay una metáfora, un relato dentro de otro, central para El proceso: un hombre está ante la puerta de ley y quiere pasar; un guardián la cuida. El hombre espera y espera y muere sin poder entrar, y el guardián finalmente cierra la puerta, que sólo estaba destinada para el hombre. El nudo de la obra de Pinter es una espera nerviosa, con un fondo de extrañeza. “The dumb waiter”, además de “el montaplatos”, significa literalmente “el camarero mudo”, o aún más literalmente, “el idiota que espera“. Ante la irracionalidad de los pedidos de cocina, los matones deciden enviar todo lo que posee Gus; también quien espera ante la Ley, sin entender las reglas de esa espera, entrega todos sus bienes. El guardián le advierte: “acepto para que no creas que hay algo que no has intentado”, pero de nada sirve; igualmente los exigentes mandatarios del montaplatos aceptan algunas cosas y rechazan otras, pero sin otro resultado para los matones que la repetición de la demanda, la espera que no se resuelve.
Los intermediarios de la Ley accionan en lugares sórdidos, clandestinos; K. bien podría haber recibido instrucciones de su juicio a través de un papelito bajado por un montaplatos en un sótano arbitrario. Ben y Gus bien podrían haber sido los comisionados para matar a K.: esos dos matones que cierran la novela de Kafka, algo torpes e inseguros. Ni Wilson ni los jerarcas kafkianos salen de su imperceptibilidad; el sistema continúa funcionando igual antes y después de la muerte de sus rebeldes, de sus acusados, de sus condenados. Tampoco en “El montaplatos” se sabe por qué Gus merecía la muerte.
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Es claro que Pinter no se proponía reescribir El Proceso, treinta años después; creo que el fondo de ambas obras es el mismo, ese fondo que Kafka supo traducir antes que nadie, y que fue apropiado por Beckett o Pinter en sus propios terrenos. La afinidad, que puede pasar por unas pocas coincidencias fortuitas, corresponde a esa continuidad, una secuencia que el tiempo va ordenando con diversas plumas.