Hay una historia que se cuenta desde el inicio de la literatura: la historia de un hombre que necesita encontrar una verdad y deja su casa para buscarla. Durante muchos años este hombre recorre el mundo y va juntando partes de esa verdad, y cuando finalmente la completa, vuelve, ya anciano, para morir con ella. Esta historia en el canon occidental se inicia con la Odisea, y muchos autores la han reescrito desde diferentes lugares.
Stevenson, un hombre de viajes y un escritor de viajes, la cuenta varias veces. En una, que Borges tradujo impecablemente, un rey con dos hijos se encuentra con otro rey con una hija; los dos muchachos enamorados piden la mano de la doncella de la sonrisa pudorosa, pero el rey pide a cambio de su hija la piedra de toque: una piedra que muestra la verdad de las cosas. El hermano mayor sale al mundo a buscarla, mientras que su padre favorece al menor dándole la piedra de toque que guardaba en su casa: un espejo. Así se casa con la doncella, mientras el mayor encuentra muchas piedras de la verdad durante su viaje y no decide cuál pueda ser la buscada. Al cabo de muchos años, una que le dio un viejo le parece algo mejor que las otras, y cuando finalmente vuelve al hogar, encuentra a su hermano casado y con hijos. La piedra de toque que encontró le muestra la verdad: el hermano menor no era sino un hombre reducido por muchos miedos y la mujer sonreía “como suena un reloj y no sabía por qué”.
Hay un cuento de Nathaniel Hawthorne que, de una manera muy diferente, también cuenta esta historia. En este cuento el protagonista, Wakefield, decide sorprender a su mujer y un día no vuelve a su casa y secretamente se muda a la vuelta. Esta broma, sin que pueda evitarlo Wakefield, se prolonga durante muchos años, en los que, al igual que al Ulises de Homero, su mujer lo da por muerto. Un día, ya viejo, vuelve, y el cuento termina en ese punto. Borges lo reseña y lo ve como uno de los precursores de Kafka, pero agrega: “si Kafka hubiera escrito esta historia, Wakefield no hubiera conseguido, jamás, volver a su casa”. Kafka, de hecho, escribió también esta historia, pero como se trata de Kafka, la escribió de una manera también muy distinta, más kafkiana que lo que imaginó Borges. El texto es muy conocido: un campesino busca la Ley, y en la puerta que lleva a ella hay un guardia que no lo deja pasar. El guardia le advierte que él no es el único guardia, y se hace a un lado para que vea que hay otras puertas con otros guardias; en la tercera ya hay uno que el primer guardia mismo teme. El campesino se sienta a esperar, y un día, ya viejo, cuando está a punto de morir, el guardia le dice que la puerta estaba destinada sólo a él. En esta historia, todo parece invertido: el hombre sale a buscar la verdad, la ley, pero ante el primer obstáculo se detiene. Su vida no es la busca de la verdad en un viaje de aventuras, sino quedarse sentado ante la puerta que conduce a ella. Como Borges imaginaba, el hombre nunca vuelve a su hogar: muere sin obtener la verdad, paralizado y viejo.
Llego, entonces, a la historia contada por Borges. Está en el Libro de arena, un libro que quizás es su libro más kafkiano, donde está también El Congreso y el cuento que le da título, dos cuentos sin dudas tejidos con los hilos del escritor de Praga, pero tratados a la manera de Borges. El cuento que me interesa ahora se llama Undr, y trata de un poeta que busca una verdad en la forma de un poema que consta de una sola palabra. En el reino de Gunnlaug casi la escucha, pero lo atrapan y salva su vida con la ayuda de un poema y un colega poeta: desde ese momento recorre el mundo aventuroso, y encuentra palabras que no son la palabra que busca, y finalmente, ya viejo, vuelve al reino y aprende que no hay una sola palabra, que la palabra es forjada por cada artista según lo que ha aprendido en su vida. Este cuento se podría leer desde el de Stevenson o desde el de Kafka, porque son, en esencia, la misma historia.
Vuelvo, por ejemplo, a la fábula de Stevenson. Un personaje del cuento de Borges se llama Gunnlaug y otro Orm; hay una saga islandesa famosa que lleva esos nombres por título, poesía escálica como la drápa que compone el personaje de Undr para salvar su vida. Esa saga tiene contactos con la fábula de Stevenson: Gunnlaugr Ormstunga y Hrafn Önundarson son dos poetas que pelean por el amor de Helga. Gunnlaugr se fue de su casa para conocer el mundo, encontró a Helga y prometió desposarla al cabo de sus aventuras, pero en su vagar tardó demasiado tiempo y Hrafn terminó casándose con ella. En el cuento de Borges no hay princesa, pero sí hay dos poetas, como en la saga. Como en el cuento de Stevenson, uno, el poeta local, conoce la palabra y se queda donde nació, y otro sale a buscar la palabra por el mundo y vuelve para que al final, ambos viejos, puedan mostrarse mutuamente lo que tienen. Ambos tienen su verdad, su piedra de toque: ambos la han construido a partir de sus propias vivencias, y cada uno puede ver al otro de manera diversa a través de esas verdades. En el cuento de Stevenson, el hermano menor le muestra su piedra de toque, el espejo, y el mayor se mira en él: “se asombró, porque era un anciano y era blanco el cabello de su cabeza”. En el cuento de Borges, este reflejo lo ve el poeta vagabundo al ver al otro poeta después de tantos años: “tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo”. El aventurero de “La piedra de toque” encuentra muchas piedras parciales durante su vagar (incluso el espejo); el viaje termina una noche a la orilla del mar. Allí un hombre taciturno “sentado con una vela encendida, porque no tenía fuego” le permite pasar la noche, ofreciéndole “agua para beber, porque no tenía pan”, y el héroe le muestra todas sus piedras, todo lo que ha encontrado en sus viajes; el hombre le da una última piedra. En Undr, este hombre está en el principio y en el final. El poeta-héroe entra a un reino a buscar la palabra, y es recibido con piedras. Un herrero de pocas palabras, Orm, le da albergue por una noche, allí lo capturan y lo salva otro poeta como él, que no le dice la palabra que busca. Así se inicia su larga aventura, que termina una madrugada a la orilla de un río; vuelve a buscar al poeta que lo ha salvado, entra por la noche a su casa, y hablan junto a la vela encendida. El héroe le cuenta todo lo que ha visto, tal como en el cuento de Stevenson el héroe muestra toda las piedras que ha encontrado; cuando termina, el otro le da su piedra de toque, le revela la palabra, y termina el cuento.
Ahora, vuelvo al de Kafka. Kafka también propone la busca de una verdad que, al igual que la piedra de toque y la palabra de Undr, al principio parece general y al final se revela personal. El hombre sale a buscarla y se encuentra con un primer obstáculo: un guardián ante la puerta de una sala, que lleva a otra puerta con otro guardián y otra sala, y asi. Kafka no dice cuántas salas sucesivas hay, pero el guardián se hace a un lado, como descorriendo un telón, para mostrar tres. El cuento de Borges se inicia de una forma convencional: Borges dice haber encontrado una historia de Adán de Bremen en un manuscrito publicado por Lappenberg. Así, Borges traduce un manuscrito de Adán de Bremen, quien cuenta que se encontró con Ulf Sigurdarson, quien le narra a su vez su aventura en busca de la palabra: tres salas consecutivas. Ulf comienza su busca y es inmediatamente apresado, y lo conducen a la Ley, es decir, al rey Gunnlaug. Para ello, atraviesan tres plazas consecutivas; en cada una se le señala un poste rematado por una figura distinta cada vez que es la palabra que él busca pero que no sabe pronunciar. A diferencia de Kafka, Borges le permite a su héroe entrar pese a la adversa recepción, pero lo hace fracasar, es un falso comienzo. Es como si Borges respondiera a esa advertencia del guardián de Kafka: “si tanto te atrae, intenta pasar pese a mi prohibición”. El héroe pasa, pero aún no está preparado para la revelación, aún tiene mucho para vivir antes de encontrar lo que busca. En el cuento de Kafka, la vida se pìerde en una larga disquisición: como en el de Borges, el hombre cuenta todo, la verdad sólo puede ser indagada al final a partir de lo vivido. En palabras de Kafka, “cercana ya su muerte, reúne mentalmente todas las experiencias que ha recogido durante todo este tiempo” y formula su última pregunta: al igual que en Undr, la revelación llega de noche. Como es esperable, Kafka le niega el acceso a la verdad que busca revelándole otra, atroz: ésta es la puerta a tu verdad, y no podrás entrar jamás. Esto se lo comunica el guardián, acercándose al oído moribundo. La revelación de Undr también se da en esos términos: “está bien -dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo-. Me has entendido”.
Esta historia, esta figura literaria, es, naturalmente, la historia del hombre que busca su identidad, y que sólo la encuentra al cabo de su vida: allí, frente a la muerte, sabe quién es, porque quién es es la suma de lo que ha sido. Esta idea aparece en Borges muchas veces; por ejemplo, en 1943 la esboza barrocamente en el Poema Conjetural:
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Algunos años después la limpia en una nota al pie en El espejo de los enigmas:
Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura.
En el epílogo de El Hacedor se cierra la idea definitiva:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
Sobre el final de su vida, en Los Conjurados (1985), su último libro, Borges todavía la está repitiendo:
Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.
Cada escritor escribe la parábola de manera diversa. Stevenson piensa que la identidad se construye agotando las posibilidades del ser, viajando, conociendo cómo son los otros hombres: quien se queda en su casa, queda empobrecido. Kafka cree en la contemplación, en que el hombre debe buscar en su interior su sentido, y que la divinidad por siempre vedará al hombre conocer su verdadera cara. Borges, como los otros hicieron con sus historias, en Undr quiso simbolizar la vida como él la entiende: una busca de una expresión literaria que lo justifique, un poema que de alguna manera lo cifre en el momento de su muerte. En su poesía, harto más expuesto, habló de un tapiz, de una pintura, de un mapa, del dibujo de los pasos: sólo en Undr accedió a utilizar una de las formas de la literatura.