Freddie Mercury, compositor

Es cierto que Freddie Mercury ya hacía conciertos a los doce tocando rocanroles en el piano, en India, pero todavía no componía ni cantaba, ni le gustaba la exposición. Recién cuando se mudó a Londres, a los dieciocho, y vio a Hendrix, todo cambió. Lo fue a ver catorce veces seguidas, lo dibujaba incesantemente y colgaba sus dibujos en su departamento; el primer disco que se compró fue Electric Ladyland, y fue tanta su admiración que dejó de lado el piano por la guitarra. Buscó relacionarse con grupos asociados a Hendrix, como Smile, que lo había teloneado, o Ibex, que hacían temas como los de él o los de Cream. Al principio para él la composición era algo ajeno, cercano más bien a lo esotérico, pero sabía que si no aprendía a componer nunca iba a salir del anonimato, porque las canciones que escuchaba en esos grupos le sonaban aburridas y sin riesgo. Sus primeras armas eran una gran intuición melódica, la forma en que en A Day in the Life Los Beatles amalgaban partes de canciones escritas por separado, y lo que había bebido de tocar en el piano a Mozart o a Little Richard. Sabía tocar el piano y podía componer usando las teclas negras, cuenta Mike Bersin (Ibex); May dice lo mismo más detalladamente: Freddie escribía en tonalidades extrañas. La mayor parte de las bandas de guitarra tocan en La o en Mi, y probablemente en Re y en Sol, pero más allá de eso no hay mucho. Las canciones de Freddie estaban en tonalidades extrañas adonde sus dedos naturalmente parecían ir: Mi bemol, Fa, La bemol. Son lo último que uno quiere tocar en una guitarra, así que como guitarrista uno está forzado a encontrar nuevos acordes. Las canciones de Freddie eran tan ricas en estructuras de acordes, que uno terminaba haciendo formas extrañas con los dedos. Todos recuerdan lo mismo: su capacidad natural para encontrar buenas melodías, su seguridad en sí mismo y en lo que quería, las canciones ya armadas en la cabeza, algunas tan complicadas que venía al estudio con papeles escritos que incluían un mapa y diagramas. Para Brian May, el Mercury de los años sesenta era verde y sólo pudo madurar al escucharse en un estudio y construirse a sí mismo según su deseo, completamente formado en su interior desde antes.

A principios de los años setenta, como consecuencia de su admiración por Hendrix, todavía componía con la guitarra (Great King Rat, Liar, Jesus, Ogre Battle); cuando finalmente entendió que May era su Hendrix, dejó la guitarra para escribir con el piano, con el que podía llegar mucho más lejos. Así compuso sus temas más barrocos: The March of the Black Queen (1974) tiene cerca de treinta acordes, usando las doce tónicas posibles, con compases en cinco métricas distintas, cambios de tempo, casi no repite partes, y dura seis minutos y medio. Uno asociaría este tipo de composiciones al rock progresivo, pero a Mercury no le interesaba esa música, él se consideraba un músico de rock duro, en la línea de, digamos, Led Zeppelin, con un poco del glam de Bowie, un estilo que para ese entonces ya no existía más. Naturalmente, una música así cautivaba a muy poca gente, y su arrogancia era tal que provocaba rechazo en la mayoría. Con el tiempo aprendió a moderar lo barroco, o a disimularlo. Uno podría poner un principio de este cambio en Killer Queen, una canción que copió de Les Champs-Élysées de Joe Dassin. Tras su simplicidad escondió arreglos novedosos, secretas complejidades que pasaban desapercibidas pero que hacían a la canción tanto como su aparente sencillez. El éxito de Killer Queen terminó de convencer a Mercury de que podía llegar a todos sin resignar la sofisticación. En esto fue incomparable: ningún compositor de la historia del rock o del pop logró ser tan popular con canciones tan complejas. Un solo ejemplo: Bicycle Race (1978) tiene cinco tonalidades (ninguna enarmónica), dos métricas distintas, compases irregulares, distintos tempos, ritmos con acentos no obvios, un estribillo que tiene cromatismos, disonancias, armonías no convencionales, que parece que se repite cuatro veces, pero no (los acordes son diferentes, la armonización también). Y todo esto sucede en tres minutos, y fue un éxito masivo. Las otras canciones que compuso entre 1974 y 1978 fueron muy distintas entre sí, muy accesibles pese a casi nunca ser sencillas, e invariablemente geniales: basta pensar en los éxitos de Somebody to Love, Bohemian Rhapsody, Good Old-Fashioned Lover Boy, pero también en las otras obras extraordinarias de ingeniería de estudio como The Millionaire Waltz o Love of my Life, o intimistas al piano como Melancholy Blues o You Take my Breath Away. Cada canción se adentraba con una suficiencia inverosímil en un estilo diferente que no volvía a repetir.

Usualmente para componer partía de las melodías, y luego completaba con armonía, letras, arreglos. La composición podía ser disparada por la inspiración, o por la sola determinación de trabajar algún concepto desde cero: una canción de amor, un rock duro, una opereta. Al principio, si se le ocurría una melodía, la grababa con el piano para no olvidarla; trabajaba mucho tiempo con las canciones para lograr lo que buscaba, se pasaba horas en el estudio, según Deacon; vivía al lado de la consola, según May. En 1982 ya decía que las melodías que inventaba las desarrollaba un poco en el piano pero que no las grababa; pensaba que bastaba con guardarlas en la cabeza: si las melodías eran buenas, no las olvidaría. Para 1984, ya ni siquiera usaba el piano, sino un sintetizador o una máquina de ritmos: antes solía sentarme en el piano y trabajar duro para sacar todos los acordes y toda la construcción antes de que la melodía se transforme en una canción, pero ahora es otra manera de pensar, ya no me gusta más hacerlo [como antes]. Esta gradual laxitud es una línea superficial que corresponde al cambio subyacente que hubo: la voluntad de componer de Mercury quedó relegada después de 1978, y ya no volvería a escribir grandes canciones. Crazy Little Thing Called Love (1979) le llevó cinco o diez minutos; usó el mismo estilo (y presumiblemente el mismo tiempo) para Dont Try Suicide o Man on the Prowl. Las baladas no tuvieron mejor suerte: Its a Hard Life (1984) es una variación en tema y melodía de Play the Game (1979). Su único disco solista (1985) no contiene una sola canción memorable; Barcelona, el extraordinario disco que grabó con Montserrat Caballé, sí las tiene, pero ninguna fue compuesta sólo por él. Si en los años setenta los éxitos de Queen eran producto de las canciones de Mercury o de May, para los ochenta ese lugar fue ocupado por Taylor (Radio Gaga, A Kind of Magic) o por Deacon (Another one bites the dust, I want to break free).
Como en un espejo, con la complejidad también se fue el piano que lo llevó a ese lugar. En 1984 ya hubo una canción en estudio compuesta por Mercury (Man on the Prowl), con un piano prominente que no tocó él; en los siguientes registros el piano se redujo al acompañamiento de alguna canción (una por disco) y en el último (Innuendo), volvió a aparecer la figura del pianista invitado. Esto también se reflejó en los conciertos: surgió un tecladista de fondo que tocaba algunos temas, excepto aquellas piezas paradigmáticas que debía tocar Mercury al piano obligatoriamente, como Bohemian Rhapsody, con las que siempre sentía el terror de que le salieran mal.

Su merma creativa post-Jazz probablemente esté relacionada con el panorama decadente de esa época que May diagnosticó en Mercury y en los otros: No era una mala persona, pero estuvo completamente fuera de control por un tiempo. De alguna manera, todos estuvimos fuera de control y eso nos hizo mierda. Creo que el exceso derramó desde la música a la vida y se volvió una necesidad. Como banda, siempre intentábamos llegar a alguna parte que nadie hubiera llegado antes, y el exceso es parte de eso. Y empezó a cobrarse su precio. Todos estábamos fuera de control. Habíamos llegado a un lugar del que era difícil volver a recuperarse. May agrega: yo nunca me recuperé. Uno queda con un terrible agujero interior que necesita de una relación personal con cada uno, y esa necesidad nunca puede ser satisfecha. Uno termina destruyendo a todos los que se acercan. Mercury lo veía al revés: los que se acercan me destruyen, dijo en una entrevista. El foco de Mercury desde ese momento pasó de la música a su vida sentimental: la mayoría de las canciones que escribo, dijo en 1985, son canciones de amor y cosas que tienen que ver con la tristeza, la tortura y el dolor. Supongo que ésa es básicamente mi naturaleza.

Pero es un error pensar que Mercury consideró alguna vez el arte de la composición como una forma de la trascendencia, pese al trabajo inmenso que conllevaba, pese al reconocimiento que conseguía con eso. Para Mercury, tanto en los ochenta como en los setenta, todo era circunstancial: hacía lo que le placía en el momento, y luego eso quedaba en el pasado y se abocaba a otra cosa. Siempre entendió la composición no como un fin sino como un medio para el entretenimiento, propio y de su público, un entretenimiento descartable. Esto decía en 1981: escribo las canciones y las dejo. Si me pidieras que tocara alguna de mis viejas canciones en el piano, no podría. Me las olvido, las aprendo para la ocasión. Tengo que encerrarme un día antes y tratar de aprenderme los acordes de mis propias canciones. Me las olvido muy rápidamente. Por ejemplo, Love of my Life la adaptamos para guitarra en vivo, pero fue escrita en el piano. Me olvidé completamente la versión original, y si me pidieras que la tocara ahora, no podría. A veces, tengo que volver a la partitura, ¡y ni siquiera sé leer muy bien!

Entrevistador: ¿No tuviste ninguna educación formal de ópera, entonces?
Freddie: No, en realidad no, sólo escuché mucho a Montserrat Caballé.

Ese diálogo se dio en una entrevista de 1985; no mucho después se convenció de que realmente podría grabar un disco con ella, su referente. Pasaron dos años antes de llevar a la realidad ese sueño, y eso lo puso por primera vez en mucho tiempo en un lugar de desafío en varios aspectos: como cantante, como compositor, como motor de algo que estuviese a la altura de una intérprete como Caballé. Trabajó para componer en tándem con Mike Moran, su compinche de piano cuando tenía ganas de divertirse y cantar en su casa; partieron de una canción que ya habían compuesto juntos y que Mercury cantaba en falsetto, como lado B de The Great Pretender. Tal fue la energía y el entusiasmo que Mercury grabó en un primer demo casi todos los temas completos haciendo las dos voces él solo, y es increíble escucharlo cantar con precisión y gracia como tenor y como soprano (Caballé lo forzó a cantar en su registro natural, el de barítono). Pese a los créditos, los pianos los tocó mayormente Moran, y la orquestación también es suya.
Dicen quienes estuvieron presentes que cuando Mercury escuchó finalmente las canciones con la voz de Caballé, lloró: él, Mercury, que no lloró cuando se enteró que pronto iba a morir. Luego se jactaría de que nadie, en su posición de músico de rock y pop, tuvo los recursos para un logro de tanto atrevimiento excepto él, y tenía razón: pese a todo seguía siendo un artista de talento extraordinario.
Algunos años después, Caballé dijo que, de seguir vivo, Mercury se hubiera inclinado por la composición clásica y por seguir haciendo discos líricos. Quién sabe qué canciones estaríamos escuchando ahora en vez de esos discos desesperados, donde Mercury les pedía a los otros escríbanme cualquier cosa que quiero cantar antes de morir.