Dos impulsos luchan entre sí dentro del hombre: la demanda de la repetición de los estímulos placenteros, y el deseo opuesto de la variedad, del cambio, de un nuevo estímulo. Estos dos impulsos muchas veces se unen en un impulso relativamente común, característico de los animales de presa: el impulso de tomar posesión. Por el momento dejemos de lado la pregunta de si la repetición o el cambio es lo que debería seguir. Cuanto mayor sea la satisfacción que da la conciencia de la posesión, con sus posibilidades de decidir así o asá, más capaz será de suprimir las consideraciones más sutiles y de llevar a ese reposo conservador que siempre es característico de la posesión. Enfrentado a ese dilema, si es preferible la repetición de los estímulos o la innovación, el intelecto humano tomó la decisión, nuevamente, de tomar posesión, y creó un sistema.
Por lo tanto puede también imaginarse cómo la posibilidad de que apareciera una nota disonante de paso, una vez establecida por la notación, cuando ya se ha experimentado su sobresalto, haya terminado en el deseo de una repetición menos accidental, menos arbitraria; cómo el deseo de experimentar este sobresalto muchas veces llevó a tomar posesión de los métodos que lo trajeron en primer lugar. Pero, como el entusiasmo de lo prohibido lleva a la indulgencia sin inhibiciones, tuvo que trazarse ese compromiso en esencia vil entre lo moral y el deseo inmoderado, ese compromiso que en este caso consiste en una concepción menos rígida de la prohibición y de lo que está prohibido. Se aceptó la disonancia, pero la puerta por la cual entró fue acerrojada cada vez que amenazaba el exceso.
El tratamiento de la disonancia, en la que las consideraciones psicológicas y las consideraciones prácticas juegan roles igual de decisivos, pudo haber nacido de esta manera. La cautela del espectador, que quiere disfrutar del sobresalto pero no quiere sentirse demasiado alarmado por el peligro, está en acuerdo con la cautela del cantante. Y el compositor, que no quiere estar en contra de ninguno de los dos, inventa métodos que son complacientes con este objetivo: ¿cómo mantengo al espectador en suspenso, cómo sobresaltarlo pero sin ir tan lejos como para que después yo ya no puda decirle “era sólo una broma”? O: ¿cómo introduzco, lenta y cuidadosamente, lo que en efecto tiene que venir, sin aburrir al espectador? ¿Cómo persuadirlo de aceptar las frutas amargas, también, de manera que las dulces, la resolución de la disonancia, lo estimule para que sean aún más placenteras? ¿Cómo hago para que el cantante cante una nota disonante pese a sí mismo, pese a las posibles dificultades de la entonación? Voy a evitar que se dé cuenta y le susurraré al oído en el momento más catastrófico “¡tranquilo! Ya casi está”. La introducción cuidadosa y la resolución eufónica: ¡ése es el sistema! La preparación y la resolución son entonces un par de envoltorios protectores en la cual se empaqueta cuidadosamente la disonancia para que ni sufra ni inflija daño.
Estos tres párrafos, que traduje del Harmonielehre de Arnold Schoenberg (1910), creo que pueden aplicarse perfectamente al tratamiento de la violencia en el cine. La violencia, en el mainstream al menos, tuvo tres momentos: uno donde fue inexistente, prohibida, a lo sumo estilizada al punto de volverla inerme, un segundo tiempo donde las barreras se levantaron y se cometieron todos los excesos (“el deseo inmoderado”), y finalmente la domesticación que tenemos hoy, donde una película como Saw (“El juego del miedo”) puede pasar por cine popular pese a tener una dosis extraordinaria de violencia, incluso como cine para la familia en un videoclub conservador.
Pareciera evidente que la gente necesita, desea la violencia, pero no la violencia cruda de los años setenta: no puede con la violencia por la violencia en sí, la violencia sin explicación ni rumbo, la necesita empaquetada, al servicio de un alivio moral. Al igual que la disonancia de Schoenberg, se requiere un marco introductorio, una justificación, y también una resolución satisfactoria que envuelva la violencia. Pienso en la primera salida de la violencia de los setenta, donde las películas de Sylvester Stallone, de Mel Gibson, de Arnold Schwarzenegger, comenzaban a tener un sentido de tensión hacia un final que usualmente era una venganza o el alivio de un ultraje que servía como contraejemplo moral. Las películas de terror también funcionaron de esa manera: la saña de los homicidios solía corresponder a vicios morales de las jóvenes víctimas, o a violencias pasadas sobre los perpetradores. No es muy diferente hoy en Saw, donde los torturados (la muerte violenta ya no es suficiente) son gente que, aunque sea para los códigos de unas pocas personas, tuvieron una vida moralmente reprochable que justificaba su maltrato, es decir, la entrega de la violencia al espectador.
Michael Haneke y Arnold Schoenberg comparten la nacionalidad, y la decisión de exponer el juego en la misma arena donde se estaba jugando. Cuando Haneke filmó Benny’s video, pero especialmente Funny games, pensaba en esto: ¿qué pasa si yo saco el analgésico moral y pongo en evidencia la violencia en relación al espectador? No pasa nada, en gran escala, es claro. Para cuando Haneke trató de sacarle el envoltorio que hizo posible su utilización en el cine, la violencia ya estaba demasiado establecida. Pese a que Haneke reeditó la película en 2008 para el público al que quería hablarle en primera instancia, la película pasó casi desapercibida. Es muy interesante cómo la leyó el New York Times: “al menos con la remake de Funny Games, Haneke muestra una cierta similitud con gente como Eli Roth, cuyo Hostel no ha obtenido sino el despecio de la crítica responsable”. La violencia estaba tan naturalizada que no podía, aparentemente, diferenciarse de tono en una película que la denunciaba.
Por eso el devenir de la violencia en el cine no fue demasiado distinto del de la disonancia en la música. El destino de Schoenberg fue ser el emancipador de la disonancia, liberándola del lugar del sobresalto dentro del par tensión/resolución para verla, una vez que el espectador se acostumbrara a ella, como un color más de una paleta de muchos colores. “Nadie quería serlo, alguien tenía que serlo, así que me permití serlo yo”, diría Schoenberg de ese destino. La música culta así jugó su última carta y entró en un lento degradé a la indiferencia, donde hoy, en 2010, ya casi nadie está interesado en ver qué hacen los compositores contemporáneos; no hay nuevos estímulos, todos los estímulos sonoros de Occidente parecen ya domesticados. El cine, que nació casi al mismo tiempo que Schoenberg, parece mostrar, en un período comprimido, el mismo tipo de asimilación de sus factores de tensión para el espectador. Por más máquina publicitaria que se agite, nadie ya puede ser escandalizado, aún si se recurre a formas extremas de violencia: todo ha sido cuidadosamente empaquetado para que no cause problemas, para darle al espectador lo que busca: “tomar posesión”, adueñarse de aquello que le provoca la incomodidad, y someterlo a un sistema controlado, “ese reposo conservador” del que hablaba Schoenberg.