A continuación, tres relatos del corto “H is for House”, de Peter Greenaway:
El naturalista
Un naturalista de hábitos rígidos seguía el sol alrededor de su casa. Inmediatamente después del amanecer, se sentaba a desayunar con su familia a la puerta de la casa que daba al este. A las once en punto se reunía con su familia a tomar café en la galería que miraba al sol hacia el sudeste. En el almuerzo comía en la terraza con su familia, con vista al jardín situado al sur. A eso de las siete el naturalista cenaba con su familia en el invernadero que daba al ocaso y, tan pronto como oscurecía, el naturalista se iba a dormir.
Cuando el mundo empezó a girar en el sentido contrario a las agujas del reloj, el naturalista no pudo cambiar sus hábitos y se pasaba el día solo, viviendo a la sombra de su casa, y nunca volvió a encontrarse, a sentarse o a comer con su familia otra vez.
Ojos de batería
Un hombre creía que el ojo humano era como una batería que el sol podía recargar. Para evitar la peligrosa luz del día, tornó a mirar ocasos de verano en la esperanza de que su vista pudiera así mejorar para el invierno. Convenció a sus amigos para que miraran con él, y pronto, en varios lugares del país, hubo grupos de personas sentadas puertas afuera en las tardes, mirando al oeste.
No mucho después, aparecieron sociedades rivales que miraban el amanecer. Mirar el sol para recargar la vista se volvió una endemia.
Surgió la controversia: la grieta entre los que miraban al este a la mañana y los que miraban al oeste a la tarde llevó a la discusión y a la infamia, y en última instancia a los golpes. Los observadores cínicos comenzaron a mirar al oeste a la mañana y al este a la tarde, y un grupo de ópticos satíricos comenzaron a mirar al norte y al sur a la mitad de la noche.
La mujer de los binoculares
Una mujer que vivía en el campo vigilaba, a la espera de que la ciudad se acercara. Estaba convencida de que vendría directamente del norte, y únicamente por la tarde. Así que escudriñaba el horizonte del norte con binoculares hasta la hora del té. Sus expectativas y sus ansiedades, aunque teñidas de temor, siempre cesaban abrupta y absolutamente a las cuatro en punto.
Los especuladores aprendieron esto y estacionaron sus tractores al este de su propiedad, y descargaron sus ladrillos al oeste y al sur de su jardín, mientras ella se servía el té.
Cuando la ciudad terminó de construirse en los bosques y campos alrededor de la casa de la mujer, los planificadores de ciudades le dejaron un corredor abierto al norte. Pero a las cuatro en punto, todas las tardes llenaban confiadamente aquel corredor con edificios temporarios y tráfico descartable.