Hace un tiempo compré un libro de Aaron Copland (compositor estadounidense del siglo pasado) sobre la percepción de la música: Music and Imagination. Me gustó tanto que decidí comprar el otro que él había publicado, What to listen for in music, que es un manual mayormente de tecnicismos (aunque él no lo haya querido así) sobre cómo escuchar música clásica. El libro fue escrito en 1939, y revisado en 1957; la revisión de 1957 agrega un capítulo obligado sobre las grandes dificultades que tiene la gente para escuchar la música contemporánea, es decir, la música del siglo XX. Copland arguye, casi desde la desesperación, que la gente que no es capaz de encontrar deleite, o sentimiento, en la compleja obra de un Stravinsky, de un Bartók, de un Richard Strauss, es porque no tiene la formación necesaria para escuchar la música de su propio tiempo, no ha querido prepararse, no tuvo la voluntad de educarse, para escucharla; arguye finalmente que a la gente le falta exposición a la nueva música.
Medio siglo después, entiendo que las dificultades no son menores, y la gente sigue prefiriendo a los grandes de la Antigüedad (a Bach, a Mozart, a Beethoven, digamos) cuando se dispone a escuchar música culta. Creo que el mismo derrotero se ve en las artes visuales, que ya analicé en otro texto; no así en la literatura, donde creo que estamos más o menos al día.
Varias cosas se me vienen a la mente. La primera es que hoy, en 2007, el argumento de la exposición es falso. Hemos sido bombardeados por música culta del siglo XX durante muchas décadas: música de películas (especialmente el cine mudo, pero también el cine culto); música de dibujos animados; la popularización del CD (y de internet), que hizo que oír cualquier música sea algo accesible a todos. La música disonante, atonal, “contemporánea”, está ahí sin que ya le prestemos gran atención. Si hubo un efecto de esta exposición fue más bien la resignación o la indiferencia, pero rara vez la educación y la consiguiente emoción en la audición privada. Hay excepciones: “2001, A Space Odyssey” nos conmovió con el Zarathustra de Strauss, y “Morte a Venezia” nos trajo a Mahler, pero creo que son excepciones, y aún así es música de principios del siglo XX.
La segunda observación es que pensar que intelectualmente el público no está a la altura de la música de su tiempo es un error. Las intrincancias armónicas y rítmicas del jazz, para las que nadie -ni siquiera los músicos cultos- estaba preparado, no evitaron su extrema popularidad, aún entre las clases más bajas y menos educadas. Lo mismo puede decirse de las disonancias de un Piazzolla, de las armonías de la música brasileña. Creo que muchos devotos de Beethoven (estoy hablando de los que no son músicos, naturalmente) son incapaces de explicar estructuralmente sus sinfonías, esto es, de trabajar intelectualmente la complejidad de un Beethoven, y sin embargo, su música no requiere de estas explicaciones para su deleite. Luego de leer el gran caudal técnico que Copland vierte en su libro, me doy cuenta de que toda esa estructura ingente es ajena a los que escuchan música por placer, que agrega realmente poco al que ya es capaz de disfrutar la música culta sin ser músico. Creo que en ese sentido la música es un arte único: los tecnicismos se han adueñado de los compositores, especialmente en el siglo XX; ellos creen que basta la difusión de las reglas de la sintaxis para que la gente automáticamente “entienda” y se emocione; el espectador, en cambio, prefiere dejarse embrujar por lo abstracto, no lo concreto, que tiene el fluir de la música en el tiempo que dura su ejecución o su reproducción. Ni qué hablar de los músicos, que se han convertido en algo no menos mecánico que sus instrumentos, reverentes de unos pocos compositores consagrados, e incapaces de crear, por miedo al rechazo que genera esta excesiva formalización en la composición.
Finalmente, ¿qué agregó a la música culta el paso de otros cincuenta años? Unos cuantos nuevos, y cada vez más herméticos, compositores: György Ligeti, Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen y Olivier Messiaen, entre los más notorios. Agregó poca perspectiva a lo que sucedió en la primera mitad del siglo, y no ayudó a decantar muchos de los compositores que ya estaban consagrados en el libro mencionado (quizás ayudó a consolidar a Mahler, que parecía un nombre menor para Copland). La música culta parece haber quedado relegada a una minoría, avasallada por la música popular masiva, a partir de fenómenos como Elvis Presley o The Beatles. No estamos más “preparados” que hace cincuenta años para escuchar a Arnold Schoenberg, ni mucho menos a los compositores posteriores al libro; la música culta parece que tiene poco para ofrecer al oído que busca placer del hombre educado contemporáneo promedio. Este fracaso, que Copland en su libro trata a toda costa de sacar del compositor y trasladarlo al oyente, es todavía más notorio hoy, en 2007, que en 1957. Cincuenta populosos, ebullentes años han pasado, y los problemas que plantea el libro son preocupantemente actuales todavía hoy.