Es inconcebible hoy pensar que alguna vez Nuno Bettencourt tenía la modesta ambición de ser Eddie Van Halen. En 1988 lo fue, sin esfuerzo, y en 1990 el disfraz le quedó chico. De pronto era el músico del año, de pronto el portugués recibía la atención técnica de los más grandes, y para “Three Sides to Every Story”, dos años después, no había nadie que lo iguale. Tal vez alguien haya quedado aturdido por la distorsión y la pirotecnia de “Warheads” o “Rest in Peace”, pero al llegar a “Peacemaker die”, la ecléctica sucesión de acordes no dejó dudas al oído de ningún músico decente: alguien completamente diferente había pisado la casa. Las barrocas ornamentaciones armónicas que visten la hora que dura ese registro no tuvo precedente en el mundo en que se instalaba, y naturalmente, nadie lo entendió (nada diré de las letras políticas, ni de la variedad de estilos visitados). Extreme fue a la quiebra pese al extraordinario trabajo de sus miembros, pero resucitaron ya en 1995 con un disco engañosamente austero (“Waiting for the Punchline”), que quería ser el anverso del recargado “Three Sides”: una escucha más atenta, sin embargo, devuelve nuevamente un trabajo rítmico y melódico inusual para un guitarrista, sumado al complemento dramático de Gary Cherone, ya esbozado en el disco anterior, y que explota en dúos como “Naked” y “Leave me Alone”. “Waiting for the Punchline”, más prosaicamente, fue el intento de contrarrestar la caída de Extreme a manos del rock alternativo de Nirvana y Pearl Jam. No entendieron que ese movimiento derrocó al rock duro justamente porque el rock duro se había vuelto una competencia de virtuosismo (la que dio lugar a un Nuno Bettencourt), y “Punchline” fue un tejido de secretas complejidades que dictaminó el fin de Extreme como entidad, pese a ser un disco brillante, absolutamente subestimado, el pico de la expresión musical del guitarrista portugués. Luego vendrían Schizophonic (1997), Mourning Widows (1998-2000), Population 1 (2002-2004), DramaGods… una sucesión monotemática donde Nuno se va despojando de cada vez más ropaje, empezando por el de guitarrista virtuoso, y terminando con su genialidad. Nada, o casi nada, ofrece a su nipón y entusiasta público la exposición descarada de una mezcla de lo peor de Foo Fighters con lo peor de Green Day. Atrás quedaron los intrincados acordes, las medidas rítmicas insuales, los raros coros. Adelante, nuevamente, una ambición pobre: ser ya no Van Halen, sino un adocenado adolescente de cuarenta años, que alguna vez supo ser omnipotente, y que hoy se resigna a gritar en un micrófono letras pueriles sobre acordes de quinta.