“El tiempo pasa tan lentamente”, dice el televisor, y atrás suena, como un viaje en calidad de sonido de atrás para adelante, una vieja canción. En 1979 ABBA había sacado un hit disco llamado “Gimme! Gimme! Gimme!”, y ésa es la canción que se filtra. Diez años pasan lentamente, y en 1989 Madonna se junta con uno de los pocos estadounidenses que aportó algo al mundo del rock & pop, el digno Prince, para cantar esa frase, “time goes by so slowly”, el mismo Prince que escribió el hit “1999”, diez años después, seis años antes. Es 2006 ahora, el video de la canción de Madonna que inició esta enumeración caótica, “Hung Up”, quiere ser un tributo a la era disco, y paralelea manifiestamente una vieja película de 1977 llamada “Saturday Night Fever”.
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Ya han pasado casi treinta años desde el estreno de la película de Travolta, y volver a verla me trajo más de una sorpresa. Esto quizás sea debido a que la distancia devuelve a las obras de arte lo que es realmente de ellas, las pone en otra perspectiva (no diré “la verdadera”), las lava de ciertas modas y evidencia alguna de sus esencias posibles. Ya entreveo que alguno contestará que tal película no es una obra de arte, y que otro preguntará qué sorpresa se esconde tras una película pasatista. En esa palabra última me quiero detener, pero voy a comenzar primero con mi recuerdo de la película, confirmado a grandes rasgos por los recuerdos de mis amigos: un chico sabe bailar bien, entra en un concurso de música disco y lo gana. Punto. El resto de la película es jactancia de eficiencia danzante, y música de los Bee-Gees. Ahora recuento la trama según la ví el mes pasado: Travolta, hijo de italianos, tiene un trabajo de dos pesos, y lo maltrata la familia porque el hermano es cura y no un perdido como él. Al chico lo único que le gusta es ser la estrella en la disco de un pueblo, porque sabe bailar mejor que el promedio. Hay una chica que quiere ser su novia, pero él no la deja avanzar, simplemente baila con ella: su egolatría no admite competencia externa. Tiene un grupito de amigos consecuentes; uno de ellos es golpeado y acusa a una patota; los amigos deciden vengarlo. Hay una chica presumiblemente más linda y mejor bailadora que la eterna aspirante, pero cuya soberbia mantiene a raya a nuestro héroe, quien se siente irresistiblemente atraído. Travolta logra convencerla para ir juntos al concurso de baile. Desairada, la noviecita pueblerina decide darle celos, acostándose con todos los amigos del héroe. Alto ahí. Aquí viene el final (creo que, treinta años después, no se lo arruino a nadie si lo cuento): como una serie de tragedias, los amigos se agarran a trompadas con otro grupo de amigos que no eran los culpables de la paliza; el hermano cura deja los hábitos; el héroe no termina noviando con la presumida; la noviecita es violada por los amigos del héroe y tampoco consigue al chico; el concurso de baile lo ganan por amistad y notoriamente no son mejores que sus competidores (Travolta devuelve el premio); un amigo del grupo se suicida frente al héroe, culpándolo. Primera sorpresa: la película termina mal, muy mal. Todas las subtramas, minuciosa, inesperada, desesperadamente, desenlazan de mala manera. Segunda sorpresa: Travolta en verdad pierde el concurso, porque no baila tan bien como uno recuerda; él es el primero en admitirlo. Tercera sorpresa: el film está plagado de lugares tabú: droga, condones, racismo, violación, suicidio, lenguaje absolutamente grosero, historias de derrotas por doquier, nihilismo intrínseco, moraleja negativa. Dije que los diversos finales que va deparando la película fueron inesperados: lo fueron hoy, en 2006. Probablemente, Saturday Night Fever versión 2006 hubiera terminado de alguna manera rescatando a la noviecita, difamando de prostitución a la otra, ganando el concurso de baile limpiamente. La trama no hubiera sido tan compleja, y hubiera sido una, no varias. La moralidad hubiera sido binaria, y los héroes, más limpios, menos desprolijos en su proceder. Estoy listo para admitir que la película del 77 no era una obra de arte; probablemente esté listo también para admitir que era pasatista (indiscutiblemente la película fue popular). Me quedo pensando en que una película así no sólo era “pasatista” y popular treinta años antes, sino posible. Tanto ha variado nuestro concepto de “pasatista” que hemos modificado el pasado, hemos borrado todas esas sucesivas derrotas para reducir la película a una mentira evidente: la hemos transformado en una película pasatista (de final feliz) de 2006. El cine estadounidense de hoy no sólo es incapaz de producir películas pasatistas de cierta intrincación: es incapaz de producir películas de ese tenor moral, pasatistas o no. Como si de niños se tratara, los espectadores no están preparados para enfrentarse a dilemas de los que puedan sacarse conclusiones equívocas, o no ejemplares. Me desdigo en mi corrección a la trama de “Saturday Night Fever” versión 2006, y digo: hubiera sido imposible tal película. Si queremos extrapolar, debemos imaginar algo en la línea de los films de la nueva amiga de Madonna, Britney Spears (si alguien se ha resignado a verlos). Es Madonna, ya sin Prince, la que repite la cantinela esencial: “El tiempo pasa…”