Mi insensibilidad ante el arte contemporáneo -aquí “arte” entiéndase dentro de “artes visuales”- me llevó a incontables conversaciones y discusiones (usualmente en ese orden) con artistas y afines sobre la llegada del arte contemporáneo a la gente común. Creo que la mayor parte de la gente que no está inmersa en el entorno del arte puede disfrutar de una pintura sólo si ésta es anterior al siglo XX, y no creo exagerar. De la esfera de los grandes artistas ya consagrados del siglo XX, la gente común puede mirar un Picasso (pero no admirar un Picasso), puede colgar un Dalí como poster Pagsa en su pared, o usar un Mondrian como patrón de un mantel o una frazada. Ni hablar de la desestructuración que siguió en la segunda mitad del siglo. De una visita atolondrada a un museo de arte contemporáneo uno puede salir o bien espantado o bien perplejo, pero raramente emocionado. Podría extender esta contemplación amable de mis limitaciones a la música que siguió a Mahler (los legos están fuera del círculo de irradiación de un Schömberg, un Ligeti o un Bartók, sin ir más lejos) o a la literatura que propuso Joyce. Sin embargo, no deja de haber aún un cierto trasfondo teórico subyacente al confusio linguarum del Finnegans Wake o a la atonalidad de la segunda escuela vienesa; el arte contemporáneo, por otro lado, posee tal calidad de caos y diversidad que hay la percepción de que su análisis y su valoración general corren el albur de parecer tareas improbables.
Vassily Kandinsky inaugura esta divergencia de principios de siglo con su pintura abstracta. Miró, Mondrian (aún Schömberg en la música) lo toman de referencia, mientras Dalí explora el caos mental del insconsciente. La fotografía deja obsoleto el afán de copiar la realidad, y las artes visuales derivan por lugares cada vez más cerebrales. El dadaísmo termina con las últimas nociones clásicas, si es que todavía existían. Gombrich no deja de notar que los críticos, acobardados ante su fracaso con el impresionismo, aprobaron prudentemente toda nueva corriente. En la segunda mitad del siglo XX, el arte estaba totalmente desacralizado, y “artistas” como Andy Warhol proponían toda suerte de expresiones y, exacerbando las irónicas ideas de Marcel Duchamp, las exhibían como obras de arte. Pronto la incertidumbre se impuso, y la justificación (yo usaría “la disculpa”) retórica de una obra fue más importante que la creación de la obra en sí, usualmente a posteriori. Uno iba a una exposición, y frente a un pedazo de porcelana, leía un panegírico que rezaba algo sobre la relación de ese fragmento de jarrón ordinario con las teorías de la deconstrucción de Jacques Derrida, escritos en una prosa profusa y confusa. La redacción de ese elogio muchas veces ni siquiera correspondía al artista, y probablemente las ideas vertidas en él le serían ajenas: Umberto Eco hace una parodia y un manual de instrucciones acerca de cómo escribirlo para quedar bien con el artista sin ejercer juicios de valor que pudieran comprometer al escritor en caso de que aquél cayera en desgracia. Gradualmente, si el artista encontraba éxito en una forma (en nuestro ejemplo, con el pedazo de porcelana), lo tomaba como leit motiv de su carrera, y así fundaba su obra con los distintos pedazos que habrían resultado de su “deconstrucción” del jarrón. El nombre de la obra, naturalmente, no debería aportar ningún tipo de pista acerca del fondo de ésta; así, nuestros fragmentos deberían llevar nombres tan sugerentes como “blanco pensar” o “número 4”.
Luego de este incauto resumen de la historia del arte del siglo XX, prosigo al presente. Hoy uno va a una exposición de arte contemporáneo y encuentra a “la artista de las lamparitas rotas” o “el pintor de helechos azules”, o “el fundidor de clavos oxidados”. La temática de un artista ya lo etiqueta, y uno mira estas cosas con curiosidad creciente y pregunta si es arte. Claro, no lo pregunta en voz alta por temor a ser tachado de sacrílego, o peor aún, de ignorante. Basta que el artista se declare como tal como para transferir mágicamente la cualidad de “obra de arte” a cualquier objeto que éste toque. Pero uno no deja de permitir que la sonrisa le gane al contemplar una lata de tomates abierta con una muñeca puesta de cabeza dentro, asociada a un precio exorbitante que seguramente alguien pagará. Naturalmente, si uno deja pasear la vista por la galería, descubrirá que toda su obra está dedicada a las latas -quizá de distintas legumbres- con muñecas adentro, y cuyo significado permanecerá oscuro aún después (o más aún después) de leer el prospecto. Preguntar al artista si estudió mucho para decidir finalmente sumergir en salsa roja las muñecas de la hermana sería herir sus sentimientos; uno decide simplemente observar atónito el flujo que genera todo este sinsentido: artistas, sí, pero también público a raudales, críticos, revistas, mecenas, compradores, galeristas, museos, y demás flora epífita.
Así las cosas, no es de extrañar que los laicos pensemos que el arte contemporáneo nos supera. Miramos con desconfianza a los artistas, y pensamos en que hay un énfasis puesto en el medio de expresión, y no en la expresión en sí. En la forma (y en la apología de esa forma) reside hoy la raison de être del artista contemporáneo; así, un artista propende a la busca de una veta no explorada por nadie -puede ser el uso de la cola de un gato como pincel, o la exposición pormenorizada de la grietas de un cristal roto-, se especializa en eso, y luego indaga (o manda a indagar) una justificación para esa elección, de corte filosófico o abstracto: no tiene importancia, mientras genere cierta profunda convicción de que el artista tiene un alma atormentada por algo que pugna por salir. Y nosotros, en el brazo secular, no condescendemos a dejarnos engañar por la espectacularidad del sustrato, por la forma pura, y nos alarma la sospecha de que el fondo se “inventa” tras bambalinas.
Tal vez tenga una visión clásica del arte, pero juzgo al artista como alguien que recibe o posee en su interior un objeto, una idea o concepto que desea expresar; luego busca, dentro de sus limitaciones, un camino para exteriorizarlo. Soy un músico amateur; mis posibilidades con los instrumentos son más bien módicas, por lo cual desearía algún tipo de dispositivo que “escuchara” qué es lo que está sonando en mi cabeza, y procediera a grabarlo convenientemente en un CD. Como tal cosa aún no existe, me limito a intentar reproducir infielmente estas impresiones con lo que tengo a mano. El resultado nunca deja de ser un tosco boceto de lo que suena en mi interior; tiendo a creer que el sino de todo artista se parece en menor o mayor medida a esto. Borges recordaba
haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth. La traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica: Shakespeare se había abierto camino.
Es como si dijera que el núcleo del arte de Shakespeare puede sobrevivir a importantes distorsiones de la forma: traducción, mala puesta en escena, malos actores. Quien haya escuchado las adaptaciones de Liszt de las sinfonías de Beethoven a piano, comprenderá que, en muchos casos, la felicidad de toda una orquesta puede reducirse a las teclas pulsadas por un solo hombre en un solo instrumento. El soporte de la obra cambió dramáticamente, y la emoción prevalece a la afrenta. Joyce, ante la imposibilidad de traducir al italiano su Finnegans Wake, tan notoriamente ligado al inglés, prefirió reescribirlo en la lengua de Dante con algunos amigos. Welles logró trasladar fielmente el Proceso de Kafka al cine; Soderbergh llegó más lejos, agregando un objeto kafkiano que no era un libro ni había sido escrito por Kafka. León Ferrari, hoy famoso por sus públicas diatribas contra las instituciones más conservadoras, ofreció un gallo defecando sobre las imágenes de la Capilla Sixtina. Cuando las sociedades defensoras de los derechos de los animales protestaron por el hacinamiento que el artista prodigaba al ave en la forma de una escueta jaula, Ferrari la cambió por su equivalente embalsamado, por unos menos contundentes pajaritos en jaulas mucho más grandes, y eventualmente por las imágenes ensuciadas sin el ave que las ofendió a la vista. El soporte de la obra cambió en uno de sus componentes fundamentales; no así su significado. Mucha gente, que no ha visto su obra, ha comentado y se ha escandalizado adecuadamente con sólo leer esta descripción, generando diversas interpretaciones. Me arriesgo a decir que el efecto de la obra ha sido esencialmente el mismo para los que la vieron como para los que han recibido una exposición verbal. La forma adoptada (con un gran gallo verdadero, con uno embalsamado, con ínfimos pajaritos, sin gallo, oral) no hace diferencia a la comunicación de ese fondo terrible que quiere Ferrari que sintamos.
He buscado deliberadamente ejemplos que pertenecen a diversas disciplinas. En esencia, creo que la forma debería ser sólo el camino que el artista busca para sacar el objeto de sus desvelos desde sus entrañas; tal vez, para un determinado objeto, sólo exista una única forma. Veo a la materialización de la obra como un obstáculo que el artista debe vencer para llevar su mensaje; veo al objeto resultante como un obstáculo que el receptor debe vencer para llegar al mensaje (que puede, naturalmente, diferir de aquel que el artista vislumbró). Idealmente, el objeto material desaparece cuando la obra llega: si, observando un cuadro de Van Gogh, de repente estoy en el campo, Van Gogh ha triunfado, y lienzo y pintura se han desvanecido. El deber del músico es lograr que la audiencia olvide el complejo mecanismo de carne, cuerdas, madera y viento que hace que un instrumento musical funcione.
Ahora, ¿cómo creer en un arte en el que se han invertido los roles? Hoy día la obra de arte es tal porque la ha manufacturado un (autoproclamado) artista, y no al revés; el contenido se justifica por la forma, en vez de ser una consecuencia natural de la busca de un recipiente adecuado. Los artistas se han vuelto más importantes que sus obras, el soporte de sus obras más importante que lo que soportan. Sin certidumbres, nos encontramos ante un arte contemporáneo que se ha desbocado. La crítica, apabullada, asiente con resignación ante la plaga: en cómplice silencio, la esfera artística aplaude lo que está presentado con suficiente convicción; ya no hay un soporte teórico orgánico que pueda ayudar a determinar la validez de una obra. El resultado es que el espectador inocente se asoma a esa marisma y piensa que todo eso ha de tener un sentido interno que le es ajeno, como si fuera un chiste que sólo los artistas y sus allegados conocen. Y la emoción estética, eso que solían producir las viejas escuelas de arte, ha huido despavorida.