Villa Pehuenia

Aquí vive una pequeña colección de fotos del viaje que hice a Villa Pehuenia, Neuquén, Argentina, en Agosto de 2003.

(Las imágenes pueden agrandarse haciendo clic con el mouse. En el texto, algunos enlaces apuntan a imágenes y otros a sitios relacionados en la web)

Este es el resultado de unas vacaciones cortas, escapando de Buenos Aires, a un lugar encantador llamado Villa Pehuenia, aún en la Patagonia, sobre la cordillera de los Andes. Tengo buenos amigos ahí, dedicados al turismo, intentando abrirse camino a pesar de los obstáculos kafkianos planteados por el gobierno local, y la gente que vive allí. He aprendido muchas cosas de este viaje, cosas que deben ser vividas para ser aprendidas. Antes que nada, el lugar donde iba a pasar mi estadía carecía de las cosas más elementales de la vida ciudadana: electricidad, agua y gas. La primera no fue un problema real: las cuestiones más importantes (luz y heladera) podían ser sustituidas con pilas y el frío natural del exterior, respectivamente. En cuanto al agua, había un lago cerca de la casa, y todas las mañanas bajábamos a buscar baldes llenos para completar el tanque de agua de la casa. Subir una loma pronunciada con un pesado balde en cada mano no es una sensación muy agradable, pero es bueno darse cuenta de las cosas que damos por sentadas en la ciudad. Usamos garrafas para la cocina, y quemamos madera para calentarnos. No es fácil hachar troncos, y pronto aprendí nuevas maneras de usar mis brazos. Cada segundo de calor en la casa costaba músculos y sudor. Dicen que el trabajo purifica el cuerpo y el alma; yo sentí eso en la piel.

Villa Pehuenia
Villa Pehuenia es en realidad un pueblito (cerca de 300 personas viven ahí, mayormente aborígenes), a casi setenta kilómetros del pueblo de importancia más cercano, a los pies de un volcán llamado Batea Mahuida. El volcán se usa para esquí, y ése es el atractivo principal para un pueblo cuyos blancos viven casi enteramente del turismo. Digo “blancos” porque son la minoría; los aborígenes -se llaman mapuches, más información aquí y aquí– nos llaman “huincas”, o demonios blancos. Los mapuches tienen la tierra porque estaban ahí en teoría antes de los españoles (en realidad fueron perseguidos desde el este del país y luego de una lucha de tres siglos se encerraron, inalcanzables, en la montaña), y hay pocos huincas que tienen escritura legal de las propiedades que ocupan. La mayoría tienen concesiones de tierras por diez años, o cien años, pero no son sus dueños. El gobierno naturalmente paga todos los gastos de los aborígenes: les dan comida, dinero, tierras, gas, electricidad, todo gratis. Los aborígenes, por otro lado, se avergüenzan de ser mapuches: preferirían olvidar ese hecho, tal fue el desprecio del blanco durante los siglos. Como viven gratuitamente, tienen su ganado, le piden al blanco cualquier otra cosa que necesiten, y viven emborrachados. Una pena: esa cultura está por perderse porque sus herederos no tienen demasiado interés en ella. No hablan nunca su lenguaje original frente a un huinca, ya no respetan sus tradiciones. Pasé algún tiempo con ellos, intentando aprehender algo. Con algunos chicos aprendí como pescan utilizando un pequeño lazo, y cómo cazan jabalíes con sogas. Los zorros son un problema, por lo que la caza de zorros no es ilegal allí. Hay también una especie de puma que llaman “lión”, pero nunca pude ver otra cosa que sus pisadas en la nieve.

La Nieve
La casa donde vivía era preciosa. Desde la ventana, se podía ver el lago Aluminé, en todo su esplendor todas las mañanas. A medida que los días pasaban, sentí como las ruidosas máquinas de la ciudad se iban apagando una a una en mi cabeza, y finalmente se hizo el silencio. Por la noche, el sonido de los troncos quemándose en la estufa; por las mañanas, el viento. Tuve un clima excelente: sólo por un día nevó. La primer nevada fue pesada, pero no dejó rastro en la tierra, curiosamente. La segunda nevada, pocas horas más tarde, pintó inmediatamente de blanco todo el paisaje. Salí afuera. Era simplemente increíble: la nieve había silenciado todo, el único sonido era el de los copos cayendo sobre la tierra. Sentí mi horrible presencia ahí, como un intruso, cada paso un ruido intolerable en el silencio, los colores de mi ropa demasiado no-blancos; yo, antinatural en el patio de una casa humana. Era un pesado cuerpo en un paisaje de fantasmas: los árboles, altas, espléndidas figuras, que encajaban perfectamente, me estaban diciendo que yo estaba de más. Incluso el frío era raro: hubiera esperado un mayor descenso de la temperatura, y sin embargo no. También pensé en ese semiesférico souvenir con nieve que Orson Welles tiene en la mano al principio de El Ciudadano, mientras dice “Rosebud”. Me sentí dentro de esa semiesfera, aislado del mundo. Así como la película, a medida que pasaba rápido el tiempo, el paisaje se volvió blanco y negro. El sol se escondió, y pronto lo que era verde se hizo negro. Sin embargo, la luz permanecía igual, y la nieve se tornó fosforescente. La luna, casi llena, iluminaba perfectamente: luz arriba, luz abajo, y figuras negras; yo, los árboles, la noche, todos meras sombras. Cualquier fantasmagoría podía haber sido posible en semejante escenario. Con mi amigo comenzamos a caminar, a adentrarnos en el bosque. Nuestros pies se hundían en la nieve con cada paso. Eventualmente encontramos la casa de la mapuche más vieja de la región. Como gárgolas, enormes pavos estaban inmóviles tolerando la pesada nieve, sobre el cerco. Un caballo en el establo relinchó, y fue más elocuente que tocar el timbre. Dentro, el fuego, perros, gente, mate, luz, calor. Hablamos con la hija de la anciana, y con su hermano. La gente aquí se escapa de las palabras, prefieren el silencio. Observamos el fuego: Borges dijo que uno cuando mira el fuego lo ve por primera vez, siempre. Las llamas pueden ser también fantasmas de color. Afuera, al salir, enfrentamos los otros fantasmas, negros espectros del mundo irreal del bosque, como una foto invertida de una sesión espiritista. Me escondí en la casa como un pájaro asustado, al lado del fuego, no buscando calor sino cosas humanas, cosas de mi tamaño y de mi sentido de realidad. Me dormí muy profundamente. A la mañana siguiente ví la nieve en el camino que daba a la casa, y todo era normal otra vez, y yo estaba feliz y satisfecho. Decidimos salir y caminar hasta la cima del volcán, el punto más alto del lugar, el Batea Mahuida.

El Batea Mahuida
Visto desde abajo parece una herradura, y hay una laguna en el cráter. Dicen que nunca pudo ser probado que el Batea Mahuida fuese en verdad un volcán, pero en verdad lo parece, y todos los mapas atestiguan esa impresión. No es muy alto, en comparación con otros picos en los Andes (apenas 2000 metros), pero suficientemente atractivo como para intentar llegar a la cima. La cuesta es empinada (75 grados) en la última parte, y hay un pequeño bosque a mitad de camino. Tuvimos que usar anteojos de sol (por la nieve), bronceador, crema para los labios, raquetas de nieve para evitar hundirnos, con dientes para hielo en las suelas, bastones de nieve, guantes, gorro… Luego de litros de sudor llegamos al bosque, y fue como entrar en un cuento de hadas. Un premio merecido, pero también un lugar peligroso y difícil, lleno de subidas y bajadas. Descansamos por algunos segundos: lo peor estaba todavía por venir. Cerca de la cima, jadeando, el hielo nos esperaba, y fue un gran alivio para nuestras piernas poder caminar sobre un suelo que no se hundiera, aunque fuera por una cuesta empinada. Finalmente lo logramos. Había un viento incesante que aullaba, y no pudimos disfrutar nuestra conquista por mucho tiempo. Miramos abajo, al cráter, y vimos que la laguna estaba congelada. A nuestro alrededor, el paisaje era impresionante. Pudimos ver varios volcanes y picos, tanto en Chile como en Argentina. El Villarrica, que erupcionó la última vez hace unos veinte años atrás; el Lanín, cuya ira vive aún en la mitología mapuche, aunque no tenemos registro de ella. El pequeño bosqueQuisimos hacer ondear la bandera del emprendimiento de mi amigo, pero el viento excesivo nos disuadió. Al volver, casi volamos en bajada hacia el bosque. Todos los árboles eran exclusivamente araucarias, o pehuenias, o pehuenes, los nombres que se le da a esta especie. Son árboles longevos: crecen un centímetro por año. Un metro, un siglo. ¡Y eran bien altos! Del árbol viene el nombre del pueblo, Villa Pehuenia. La gente aquí hace de todo con su fruto, el piñón: pan, un licor bastante alcóholico, alfajores, y un exquisito café. Pero volviendo al bosque, almorzamos ahí, sentados en la nieve, pensando que el regreso iba a ser bastante fácil. Estábamos equivocados: el bosque fue difícil de cruzar, y más tarde nuestros pies se hundían profundamente en la nieve, a pesar de las raquetas, y estábamos cansados. Al final optamos por caminar sobre nuestros propios pasos, sobre las huellas que dejamos en el camino de ida, y descubrimos que la nieve no se hundía mucho más de esa forma. Llegamos sanos y salvos, antes que se extinguiesen las últimas luces del día.

Aventuras
A la jornada siguiente fuimos al lago Aluminé para remar en kayaks. El lago era pura tranquilidad, y la sola idea de remar, mirando abajo el fondo bien profundo a través del agua tan transparente, fue una experiencia refrescante. Vimos una alta pared de roca, excelente para escalar y bajar con sogas. Prometimos volver a ese lugar. A mi lado, el Batea Mahuida; me sentí orgulloso de haber estado ahí arriba el día anterior. Siempre remando, eventualmente llegamos a una bahía interna con algunas islas, un lugar muy atractivo para quedarse, fresco, verde, silencioso. En la orilla almorzamos, rodeados de vacas. Un toro vigilaba nuestros movimientos severamente, pero no nos sentimos molestados en absoluto. Al volver, vimos varias casas de los mapuches que viven ahí; fuera de ellas, no había otro signo de vida humana alrededor. En el resto de los días, visité otros lugares maravillosos, trepando, caminando, y siempre esa sensación de un lugar abierto, vacío de personas. Una pequeña casa por aquí con animales, y un millón de árboles. Un viejo auto por allá ronroneando por un viejo camino, reducido a un punto ínfimo por el tamaño de las montañas a su alrededor. Nuestras huellas en la nieve, y la nieve extendiéndose como un mar por todo el horizonte visible, haciendo que nuestros pasos parecieran insignificantes. Dos niños intentando pescar en la orilla de un río sin fin. Yo, llevando troncos en una carretilla, rodeado incontables y esbeltos árboles. Yo, comiendo cochinillo y mamón, en una casa donde esos animales se matan en el momento para y por la gente que vive allí. La sensación de que poca gente pisó ciertos lugares donde estuve. De pronto la guerra, la política, el dinero, me parecieron cosas que sucedían demasiado lejos de donde estaba, casi incomprensibles.
Un día volvimos a esa pared de roca que vimos desde los kayaks, esta vez caminando. Ayudándonos con sogas, descendimos los cincuenta metros hasta la costa. Adrenalina, vos, tus pies contra la roca, el aire tan delgado a tu alrededor, el lago, los altos árboles que ves al bajar, son cosas que no pueden ser comparadas con otras. Gente de un programa de televisión dedicado al turismo vino algunas horas más tarde para filmar y hacer estas cosas con nosotros. Quedaron encantados con el lugar y las actividades. La gente que descubre Villa Pehuenia y encuentra a mi amigo para hacer cosas como éstas siempre tiene esta suerte. Lástima que éste es un lugar casi escondido, que mi amigo es una persona casi escondida. Cada habitante de cada gran ciudad debería hacer esto cada tanto, para despertar cosas olvidadas que viven adentro. Alguien alguna vez me dijo que trepaba montañas para poder ver las cosas con la perspectiva adecuada. Creo que hay algo de eso hay.