Geek Sublime (Vikram Chandra)

En Die unendliche Geschichte de Ende está la historia de la mina de Yor, donde subyacen infinitas imágenes que representan los sueños olvidados de los hombres. El protagonista, que ya nada recuerda, debe buscar durante años alguna que lo mueva de manera especial y así lo salve. Finalmente encuentra la figura de un dentista encerrado en un cubo de hielo:

Mientras Bastián contemplaba la imagen que tenía ante sí en la nieve, se despertó en él una añoranza de aquel hombre al que no conocía. Era un sentimiento que venía de muy lejos, como un oleaje tormentoso en el mar que, al principio, no se nota, hasta que se acerca más y más y se convierte por fin en olas poderosas altas como edificios, que lo arrastran y anegan todo.

La mayoría leyó que esa imagen que encuentra Bastián es un sueño olvidado por él, que el hombre del hielo es realmente su padre, un dentista que se ha vuelto frío y distante luego de la muerte de su mujer, la madre del protagonista (este cliché responde, naturalmente, a que el libro es un libro para niños), y con esa imagen propia recupera su pasado. Yo en cambio pensé en una metáfora del hecho estético, la idea de que todos recorremos indiferentes e infinitas imágenes que nos depara el arte (y otras manifestaciones estéticas) hasta dar con alguna que contenga alguna conexión con algo nuestro, con alguna que reverbere con aquello olvidado que espera por algo que lo revele. Bastián encuentra un sueño de otro, que suscita en él la imagen de su padre; la descripción del momento en que lee esa imagen es completamente asimilable a la emoción de un espectador frente a una obra que lo toca de manera especial. Y es que la percepción del arte es en esencia eso: sueños ajenos, que coinciden fortuitamente con la materia de los sueños propios.

Hará unos catorce o quince años que leí a Vikram Chandra. Ya no recuerdo quién fue quien me lo nombró primero: si fue Diego Uribe, quien me prestó Red earth and pouring rain, o Christopher Rollason, un académico especializado en la literatura de la India que compartió conmigo los inicios de Seikilos, y con quien recuerdo haber hablado de los cuentos de Love and Longing in Bombay. En cualquier caso, todavía recuerdo vívidamente la impresión que dejaron los dos primeros libros de Chandra en mí, caleidoscópicos, caóticos, multitudinarios, orientales. Por muchos años Chandra no publicó nada, y cuando finalmente publicó su tercer libro, lo marqué para leer y luego lo olvidé completamente. Ahora, a través de Reddit, volvió a mí su nombre, y aprendí algo nuevo: Vikram Chandra es programador de computadoras, como yo, y escribió un libro sobre programación: Geek Sublime. Fui corriendo a leerlo, y lo que encontré en sus páginas fue inesperado: como sus libros de ficción, que saltan de una historia a otra, este libro cuenta sus inicios como programador, cuenta sus inicios como escritor, hace una historia de la India como primera exportadora de programadores, hace una historia de la programación, analiza el papel de la mujer en ese mundo dominado por hombres, hace una historia de la literatura y la filosofía de la India, analiza el papel de la mujer en ese mundo dominado por hombres, construye la mejor ontología del programador que yo haya leído, pero la esencia del libro es otra. Su pregunta es por algo ampliamente proclamado en el mundo de la programación: la idea de que programar es un arte, la idea de que programar involucra una creación estética, y que leer un programa puede ser asimilable a leer un poema. La pregunta la hace desde su ser programador, en Estados Unidos, y la responde desde su ser escritor, en India. Con esa excusa recorre textos medievales de la India sobre arte y estética, profundos, sutiles, que, como decía Eliot, hacen quedar a los filósofos occidentales como nenes de pecho.

En el libro hay poemas casuales, bellísimos, como éste, que parece escrito en Inglaterra en el siglo XX, pero que fue escrito en la India en el siglo VII:

Hinchadas nubes negras
anegan de lluvia
los distantes bosques.

Pétalos rojos de kadamba vuelan en la tormenta.

En las estribaciones los pavos reales gritan
y se aparean y nada de eso
me toca.

Es cuando el relámpago
arroja sus brillantes
velos como una mujer rival:
una marea de
pesar se levanta.

Chandra cuenta que de Vidya, la poeta que lo escribió (que ni siquiera figura en Wikipedia), sólo se han conservado treinta poemas. Que hay millones y millones de manuscritos en sánscrito deteriorándose y volviéndose ilegibles día a día, y que lo enloquece la idea de que en alguno de ellos haya algún otro poema de Vidya, o de algún otro poeta o filósofo, porque los esfuerzos por catalogarlos y digitalizarlos claramente son muy escasos.

En Geek Sublime también se habla sobre las prácticas religiosas hindúes y su contacto con la emoción que suscita un arte:

La tarea del que busca la verdad es, entonces, la del reconocimiento: () rasa es reconocer lo que se ha olvidado.

Desde luego, los occidentales vemos ahí inmediatamente la teoría de los arquetipos de Platón. La palabra rasa representa la emoción suscitada por una obra de arte en el espectador, un concepto que Chandra explora con mucho detalle a lo largo del libro. En el hinduismo, para llegar a la iluminación, es necesario liberar el ego para recordar nuestra verdadera identidad, a través de penosas prácticas con un maestro.

En la historia de Ende, Bastián lo ha olvidado todo excepto su nombre, y necesita algo para poder salir del mundo de la ilusión. Llega a la mina de las imágenes y allí un anciano sabio le enseña el camino, y cuando al fin encuentra la figura del hombre en el hielo que lo anega con la emoción que le suscita, o para decirlo en palabras de Chandra, cuando saborea su rasa, rinde su identidad ilusoria:

Con aquella oleada se hundieron todos los recuerdos que aún tenía de sí mismo. Y olvidó por último lo que le quedaba: su propio nombre.

Yor, el maestro, es ciego en la luz y puede ver en la oscuridad. Bastián no, y la luz que le dieron en sus viajes para este propósito la desperdició, por lo que tiene que buscar las imágenes a ciegas, durante un tiempo indeterminado pero que se entiende larguísimo.

Leyendo el libro de Chandra entendí de repente por qué y cómo tantos programadores se inclinan por la fotografía:

Los programadores crean técnicas elegantes como la de event-sourcing, crean belleza en su código, pero muchos, como Paul Graham, usan el lenguaje de la estética y del arte para describir su trabajo sin comprometerse con la diferencia de la práctica artística, sin reconocer que la cultura de la creación del arte puede de hecho ser ajena a ellos. Eliot sabía que había un misterio que quería evitar; los programadores, por otro lado, muchas veces parecen convencidos de que ya saben todo lo que vale la pena saber sobre el arte, y si de hecho hay algo que les quede todavía por aprehender, están equipados (con toda su inteligencia y su hiperracionalismo) para resolverlo en poco tiempo. Después de todo, si uno deconstruye una operación en las partes que la constituyen, se puede entender los algoritmos que la hacen funcionar. Y ahí uno puede meter mano. Por lo tanto, para hacer arte, no es necesario convertirse en un artista (eso, en cierta forma, es sólo una pose), uno simplemente analiza cómo se produce el arte, entiende su extensión, y luego codifica arte.

El programador históricamente siempre se ve como una figura a punto de caducar frente a la automatización de su tarea. La proyección del programador, del poder del programador, que hace Chandra en el libro es absolutamente aterradora.

Ende:

Era una espada.

De todas formas, no parecía muy magnífica. La funda de hierro en que se alojaba estaba oxidada y el puño era casi como el de un sable de juguete hecho de algún viejo pedazo de madera.

-¿Puedes darle un nombre? -preguntó Graógraman.

-¡Sikanda! -dijo Bastián.

En aquel mismo instante, la espada salió chirriando de su funda y voló literalmente a sus manos. Bastián vio que la hoja era de una luz resplandeciente que apenas podía mirarse. La espada tenía doble filo y se sentía ligera como una pluma en la mano.

Chandra:

-Oh, mi niño -cantó Shanti Devi suavemente, balanceándose de un lado a otro -escucha, escucha al mundo.

-Lo llamaré Sikander -dijo Janvi, levantando a su hijo sobre sus hombros de manera que su cabeza se bamboleaba hacia atrás y sus ojos miraban al sol- Mira, Sikander, tu mundo.

Nunca pensé encontrar a Lacan citando a los gramáticos hinduístas en un texto sobre programación de un escritor de literatura fantástica. Y luego está esta sentencia completamente lacaniana:

En el hablar hay placer, y en el hablar se crea el conocimiento, y por lo tanto el mundo como lo conocemos. El lenguaje corta formas en el océano de la realidad, nos dice el Rig Veda. Por eso la gramática (vyakarana) es la ciencia de las ciencias.

Escribí al principio que el hecho estético responde a una coincidencia azarosa y extraordinaria entre algo que dice un individuo y algo que preexiste en otro individuo. Que un escritor admirado escriba sobre el oficio de uno es una concurrencia bienvenida; que por ese disparador uno termine leyendo sobre poética sánscrita, un milagro que uno no sabe muy bien cómo agradecer.