Las palabras de la boca

Hace más de diez años que no vuelvo a Bulgaria. Como antes de aquellos viajes, después sólo mantuve contacto con Inna Christova a través del correo. De lo que vi allí conservo algunas fotografías que traje para aferrar el recuerdo; Inna, en cambio, comenzó a ir cada vez más frecuentemente al interior casi inexplorado de su país y me envió, cada vez más insistentemente, retratos extraordinarios de las antiguas moradas y templos de los tracios y los otrora grandiosos imperios búlgaros y los monasterios ortodoxos, resguardados en las montañas de cinco siglos de asolación otomana. ¿Qué imágenes análogas podía ofrecerle yo a cambio, ya limitado a una región cuyo suelo no conoce una memoria que exceda unos pocos pobres siglos? Bulgaria, pequeña y accesible, se ofrecía a cualquier intención de encontrar nuevos secretos históricos; mis viajes argentinos, en cambio, se fueron reduciendo a causa de la extensión magnificada del país. Un día, en una de sus cartas, ella mencionó a Боженци, un pueblo rural que conservaba el encanto ileso del pasado búlgaro; yo pensé en La Boca, y contesté largamente con el Riachuelo y los barcos que traía el Riachuelo y los inmigrantes italianos que traían los barcos a vivir en conventillos laberínticos que sin dudas escondían prostíbulos. Hablé del día en que los genoveses, emulando a su famoso paisano, la declararon propia y levantaron su bandera para la furia de Roca. Hablé de Quinquela, que pintó de manera definitiva ese paisaje portuario; ya tomado por el entusiasmo, hablé de cómo Quinquela, luego de esos cuadros, decidió modificar el barrio y pintar las casas con colores cuidadosamente elegidos, colores vivos, cada casa de un color, complementario al de la casa lateral, u organizados en triadas cromáticas para las paredes, puertas y ventanas: un barrio salido de un sueño pictórico.
Inna, desde luego, me pidió fotografías. Mi desembarco no pudo ser más decepcionante: la Vuelta de Rocha se abría a un Riachuelo envenenado, negro de suciedad y botellas de plástico, despoblado de los rutinarios barcos de Quinquela. El empedrado de Caminito estaba atestado de bailarines de tango adecuados a las multitudes turistas, las casas tenían colores deslucidos y combinados sin tino y su vista entorpecida de un enredo de gruesos y oscuros cables. Los extranjeros venían a admirar a un pueblo empobrecido con aplicación, un barrio del tercer mundo donde la miseria no fuera amenazante sino encantadora. Nada de esto se asimilaba a mi fabulación de La Boca, a lo que creía mis recuerdos de La Boca, y cómo sostenerlos desde la fotografía. Pensé en las fotos que traje de Bulgaria, que ya tomaban el lugar de los recuerdos después de tantos años. Comencé a sospechar que las muchas imágenes enviadas por Inna quizás malversaban o desviaban la atención del ruinoso presente de Bulgaria, de la gris Sofía donde vivía Inna. Pasé a la idea de la retórica verbal, la modificación de la realidad en la narración ampulosa que yo le hice de La Boca. Recordé que las mejores fotografías son un relato idealizado de la realidad, la fotografía de alguna manera es la retórica de las imágenes, es la forja de un recuerdo definitivo, como Quinquela había forjado un recuerdo definitivo y falso de otra época de La Boca en sus pinturas, y cómo esa idealización tuvo la necesidad de modificar la realidad, de hacer que el presente se pareciera al futuro recuerdo, de hacer verdad un engaño. Tomé unas pocas fotos, volví a casa: Inna bien podría ver mi imagen de La Boca intacta, sin modificar.