Macbeth en el cine

La más corta y la más intensa obra de Shakespeare siempre ha atraído a los directores de cine y de teatro. IMDb lista más de cincuenta adaptaciones con el título de “Macbeth”. La universalidad de las tragedias del bardo históricamente fue una tentación para la extrapolación: Kurosawa llevó Macbeth a la Edad Media japonesa, Geoffrey Wright a los narcos australianos, Leonardo Henríquez a un clan de bandidos venezolanos, Mark Brozel a un restaurant de clase alta, Rupert Goold a Rusia, Ionesco a la Guerra Fría, Welles a Haití. En casi todos los casos, la intención fue mantener el texto original (hasta el inglés isabelino), y funcionó perfectamente en cualquier escenario. Sin embargo, hay un aspecto que ha sufrido transformaciones más radicales: las tres brujas fueron siempre saturadas en las producciones macbethianas. Las Brujas en Orson WellesEs curioso que algunos académicos hayan conjeturado que gran parte de los parlamentos y canciones de las brujas fueron agregados posteriores a Shakespeare; incluso el famoso epíteto “weird” (fatal) para las hermanas es una “corrección” a la luz de Holinshed, mientras que el original decía “weyward” (errante). Es como si la figura de las brujas ya hubiera sido subrayada, potenciada desde el punto de partida, en el mismo texto que hoy leemos. En las muchas adaptaciones de la tragedia, el cine claramente ha puesto por un lado la trama de ambición y culpa que se adapta a prácticamente cualquier escenario sin cambios, y por otro a las brujas, a quienes se les ha reservado tratamientos cada vez más estrafalarios. Reviso un puñado de versiones de diferentes épocas.
Mil nueve cuarenta y ocho. El Macbeth de Orson Welles, en su tiempo visto como subversivo, es quizás el más ortodoxo. Se trata de una película casi tribal, y si bien algunos críticos han leído allí un Macbeth desde una perspectiva nazi, creo más bien que es un Macbeth a la medida de Welles: egomaníaco, pura fuerza y voluntad, un circo de un solo hombre. El protagónico de Welles eclipsa a todos los demás actores, que se hacen indiscernibles, Lady Macbeth incluida. Es sin dudas una de las peores versiones: el pésimo acento escocés, las limitaciones de presupuesto (que se notan especialmente en la escenografía), la fotografía oscura, todo se complota contra la película. Sin embargo, quedan las brujas: cuando Welles hizo su versión en teatro decidió, en parte para justificar su reparto con mayoría de actores negros, trabajar con la idea del vudú. La Bruja de Trono de SangreUn residuo de esta idea se coló en el film, y las brujas arman un muñeco de Macbeth, que terminan decapitando. Las tres llevan báculos como druidas, y son descriptas en la película como “agentes del caos” pero, a diferencia de la lectura canónica donde comunican con trampa un destino irrevocable, la lectura de Welles apunta a una manipulación directa.
Mil nueve cincuenta y siete. Kurosawa, casi diez años después, decidió algo extraordinario: llevar la idea de Macbeth al Japón feudal de los samurai. Esta versión es literariamente la más infiel a Shakespeare, pero la mejor adaptación al medio, la más inspirada. Quizás la liberación que da la renuncia a la contemplación extática de un texto sagrado obró en su favor; lo cierto es que funciona muy bien, como funciona muy bien el original de Shakespeare. Fuera de los cambios culturales obligados por la transposición, se destaca la manera en que Kurosawa decidió recrear a las brujas. En vez de tres viejas hay un espíritu del bosque, con una rueca: una sutil pero inconfundible referencia a las Parcas occidentales que hilan el destino de los hombres. A diferencia de las brujas primordiales de Welles, el espíritu del bosque es etéreo, andrógino, rodeado de una niebla sobrenatural. El efecto que logra Kurosawa es mucho más persuasivo que el de Welles: pura atmósfera, en tono con el folklore de fantasmas de Japón.
Mil nueve setenta y uno. Si la versión de Welles era oscura y de pocos elementos, la película que dirige Polanski se desarrolla a la clara luz del día, en lujosos colores (comparar, por ejemplo, con el gris Lear de Brook, del mismo año). Se trata probablemente de la más fiel representación en la lengua del cine del texto original de Shakespeare: Polanski usa la voz en off para los pensamientos de los protagonistas, los primeros planos, se deleita en la fotografía, en fin, hace uso extensivo de todos los recursos del cine y apunta al lenguaje naturalista del medio. A diferencia de la versión de Welles, ya no parece una puesta teatral filmada por un virtuoso del cine: hablamos ya de una obra recreada. Pese a todo esto, es un Macbeth literal, y la única libertad de Polanski, fuera de un mayor protagonismo de Ross, estuvo en la representación de las brujas. Son escenas excepcionalmente provocativas, llenas de horror, de sangre, de pormenores repulsivos, en las que algunos críticos vieron paralelos con los crímenes de Manson. La invención más notable del director está en el acto cuatro, contado en la forma de visiones: desde el caldero a Macbeth le habla su otro yo, o Fleance en una cascada de ocho espejos y reyes. Si Welles quería transmitir lo sobrenatural desde la magia vudú, aquí la representación pasa por la imaginería visual.
Las tres brujas en GreenawayMil nueve ochenta y dos. El Macbeth más pobre, nuevamente diez años después, es el del extraordinario Béla Tarr. El director de “Satántangó” se apegó al texto de Shakespeare (en húngaro), una cámara siguiendo a unos pocos actores mientras caminan, sin efectos de ningún tipo. Los personajes parecen estar todos en el mismo nivel de grisura; el único lugar donde Tarr se desvía del canon es en las brujas, que están representadas por tres hombres, sin transmitir ninguna convicción.
Mil nueve ochenta y ocho. Pasemos brevemente a una película que no se llama Macbeth ni pretende su trama, pero que ha sido sin dudas influenciada por la obra escocesa. En Drowning by numbers, Greenaway pone a tres brujas llamadas Cissie Colpitts, que seducen a Madgett (el parecido con “Macbeth” tal vez no sea casual) con promesas para que las ayude con sus crímenes, quien finalmente muere en manos de ellas. Si en Macbeth el agua no puede lavar los crímenes de las manos de sus perpetradores, en Greenaway todas las muertes de las brujas se llevan a cabo por medio del agua.
Década del dos mil. Leonardo Henríquez en Venezuela (“Sangrador”, 2000) y Geoffrey Wright en Australia (“Macbeth”, 2005) pusieron la pelea por poder de Macbeth en el bajo mundo: gángsters, bandidos. Si Henríquez, en la impunidad de su castellano, se tomó grandes libertades con Shakespeare, Wright decidió dejar el texto original, lo cual es una especie de anticlímax: con acento australiano, el inglés de yambos y vocabulario barroco nada tiene que ver con la ambientación (“hubiera sido una cobardía no hacerlo así”, arguyó su director). Con todos sus defectos, el texto reescrito de Henríquez suena más natural, pero en inglés Shakespeare es demasiado respetado para cambiarle una sola coma. Ambas tramas, la australiana y la venezolana, se amoldan sin resistencia al cambio, y las invenciones mayores una vez más tienen que ver con las brujas. En vez de las tres viejas feas de la voluntad de Shakespeare, se trata de tres adolescentes, con el cuerpo tatuado de animales. En el Macbeth de Polanski, para el acto cuatro una bruja va a buscar a Macbeth y lo lleva a un sótano lleno de brujas viejas y desnudas, que arrojan cosas pútridas a un caldero para que Macbeth beba y encuentre en él sus revelaciones. Geoffrey Wright, en un guiño a Polanski, también hace que una bruja busque a Macbeth y lo lleve al sótano, pero allí se encuentra no con viejas, sino con las tres bellas jóvenes, igual de desnudas, cocinando para Macbeth y finalmente incitándolo a una orgía, donde cada bruja que tiene sexo con Macbeth le comunica algo nuevo. Henriquez también las desnuda para la segunda serie de revelaciones, pero las hace conversar largamente con Hécate, ausente en prácticamente todas las otras versiones, quien las reprende por sus acciones sobre el bello Max (Macbeth). El final, como en otras adaptaciones, las hace reaparecer.
Diciembre de dos mil diez. Las Brujas en Geoffrey WrightFinalmente la BBC transmitió una nueva versión de Macbeth, llevada la época de la Segunda Guerra Mundial, quizás en cuarteles rusos. Se trata de una versión que ya se representaba en teatro, y así se siente en la pantalla: nuevamente no es la lengua del cine o la televisión, sino la de una puesta adaptada, y aunque no carezca de debilidades, hay que mencionar la enorme actuación de Patrick Stewart poniéndole voz al mejor Macbeth que he visto. El director Rupert Goold agregó escenarios de metal, en fríos azules y oxidados naranjas, colores desaturados que aparecen tenuemente en fondos negros, que aluden a un búnker militar. Nuevamente la historia de ambición y crimen no tiene problemas en adaptarse y es en las brujas donde recae la diferencia: Goold las encarnó en tres enfermeras o tres sirvientas, perfectamente siniestras, que no sólo profetizan, sino que determinan otros momentos, como por ejemplo la preparación de la mesa donde aparecerá el fantasma de Banquo. Las revelaciones del cuarto acto se realizan a través de muertos en una morgue.
A diferencia de otras obras de Shakespeare, Macbeth se sostiene en todas las épocas, en todas las adaptaciones: “recuerdo haber asistido hace muchos años a una representación de Macbeth; la traducción era no menos deleznable que los actores y que el pintarrajeado escenario, pero salí a la calle deshecho de pasión trágica. Shakespeare se había abierto camino”, escribía Borges, y eso no sucede con otras obras. Los cambios de escenario de las otras grandes tragedias (Hamlet ó King Lear, pongamos) no han arrojado resultados convincentes, Hamlet sigue en su antigua Dinamarca, a Lear le han querido cambiar el sórdido final y sólo Kurosawa lo pudo llevar a otro lado con cierta decencia. Las intrigas de Macbeth, en cambio, llegan perfectamente claras, sin alteraciones, al cine actual: no tiene importancia el contexto político de King James I, el mismo patrón se puede aplicar a cualquier otro escenario, el texto calza perfectamente cualquier complot, cualquier relación de disputa de poder. Lo que obliga a cambios más drásticos son los componentes sobrenaturales, porque lo sobrenatural ha cambiado con los tiempos. El rey James, obsesionado con las brujas, pocos años antes de que Shakespeare escribiera Macbeth había promulgado una ley en contra de la brujería y escrito Daemonologie, un tratado sobre el tema. Las Brujas en Rupert GooldSi bien las brujas ya estaban en Holinshed, las preocupaciones de James muestran qué tan reales eran para la época de Shakespeare. Orson Welles, consciente de que en 1936 las brujas ya no tenían el mismo prestigio, se apoyó en que la superstición haitiana era algo que estaba vigente en la cultura afroamericana; para 1948 todavía conservaba la idea del muñeco vudú. Kurosawa apeló al sentido de lo sobrenatural de los japoneses, las pálidas apariciones del folklore que aún hoy siguen poblando el cine de terror y que finalmente contagiaron a occidente. Es que Macbeth es, en esencia, mitad fábula política y mitad fábula de terror sobrenatural. Las versiones de Macbeth de alguna manera siguen las convenciones históricas del cine de terror. Polanski, ya sin las trabas del Código Hays y con la carnicería de Manson sobre su esposa todavía fresca en su recuerdo, recreó ese terror de las brujas desde la repulsión: las brujas entierran un brazo de un hombre recién cortado o arrojan al caldero vísceras y sangre que luego hacen beber a Macbeth. Nada de esto está lejos de las películas de terror que se filmaron en esa época. Por otro lado, toda la fantasmagoría de las visiones de Macbeth en el acto 4 parece obedecer a este acto de beber, igual que en la versión de Wright, y que curiosamente no está en el original de Shakespeare. Lo que en Polanski se da a entender, en la película australiana se dice explícitamente: las revelaciones en medio de un acto alucinatorio son consecuencia de una droga psicoactiva, un tema que desde luego generaba mucha más curiosidad en la época del Macbeth de Polanski. Pienso por ejemplo en las Enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda, inmensamente popular para ese momento, un libro que mezclaba la ingestión de la mescalina del peyote con las revelaciones sobrenaturales. En el caso de Wright, varias décadas después de la psicodelia, la droga está asociada a la cultura elegida para la transposición de Macbeth, una cultura que también justifica la elección de vestir a las brujas de colegialas: “si uno quisiera llevar a un gángster a la perdición, hay que usar una mujer muy joven, núbil; tenía todo el sentido para nosotros. Si se agregan algunas drogas, un poco de alcohol, las adolescentes haciendo lo suyo y, presto, el gángster va muy rápidamente a la perdición”. Incontables películas de terror contemporáneas al film de Wright se basan en la idea de colegialas-vampiro, colegialas-zombies, o simplemente colegialas tentadoras que llevan a los hombres malvados a un destino funesto, como Hard Candy (del mismo año). La versión de Rupert Goold también toma prestado lo sobrenatural de las representaciones actuales de las películas de terror. La última parte de la década del 2000 abundó en puestas grises, colores tenues, caños oxidados, nylon y azulejos, una puesta clínica para películas como la saga de Saw o los videoclips de Marilyn Manson: Goold incluso filma a las “brujas” con cortes y aceleraciones para dar la sensación de movimientos no naturales, en la vena de la Sadako de Ringu o de los grotescos seres de The Beautiful People. Hay detalles inspirados: donde el texto de Shakespeare dice que las brujas parecen entender a Macbeth, “por el modo de poner el dedo calloso sobre los labios magros”, Goold muestra la imagen típica de la enfermera pidiendo silencio, pero una de ellas tiene una mano cortada en su mano y utiliza el dedo ajeno; en la otra tiene una sierra.
A diferencia del texto de Pierre Menard, el texto de Macbeth enunciado en contextos anacrónicos no dice nada nuevo ni cambia el drama de Shakespeare: la historia abunda en repeticiones políticas. Lo que sí cambia es nuestra percepción del horror del destino irrevocable, las supersticiones, las fuentes de la magia: cada recreación arroja luz sobre su época.