El Astillero (David Lipszyc)

Una película sobre una novela de Onetti, adaptada por Piglia, actuada por Bartís, musicalizada por el Chango Spasiuk.
El primero de esos argumentos ya es irresistible, porque uno siempre quiere ver una construcción estrictamente literaria pasar a otro medio. No hace mucho había visitado cada uno de los fracasos en llevar a Joyce al cine; en esos intentos el libro era más fuerte que la película, el texto desbordaba y supuraba por largos monólogos, por subtítulos, por inverosímiles diálogos literarios, y el cine no sabía qué hacer con tantas palabras. El AstilleroMi conclusión fue, sin embargo, que, pese a esas películas, la adaptación de la literatura no siempre importa la decepción; hay buenas películas que incluso han superado a los libros en que se basaron, y por eso siempre estoy dispuesto a ver una versión más: por eso, pese a los fracasos con Joyce, quería ver qué pasaba con Onetti. Entre Joyce y Onetti media, naturalmente, Faulkner, pero las novelas de Faulkner no tuvieron proyección importante en el cine. Creo que lo más cerca del cine que estuvo Faulkner fue en una película que no estuvo basada en un libro de él, sino de László Krasznahorkai: Sátántangó, la extensa obra del húngaro Béla Tarr, que desarrolla una atmósfera perfectamente faulkneriana, una atmósfera que hubiera convenido desde luego a Onetti y especialmente a El Astillero (no deja de ser curioso, como en un eco deformado por un sueño, que el dueño del astillero de Onetti se llame Jeremías Petrus, cuando los personajes principales de Sátántangó son Irimiás y Petrina. Incluso el apellido del comisario Cárner, con ese tilde anómalo, tiene una contraparte en Kráner). Sátántangó, en blanco y negro, con pocos diálogos, nos mete enseguida, como El Astillero de Onetti, en un lugar abandonado, vaciado de sentido, lluvioso, en los restos de las personas que lo habitan y sus miserias. Es una película que construye con mucho cine el tipo de ambientación que un Faulkner, un Onetti, construían con mucha literatura: no necesita palabras para hacer lo que un libro entreteje con palabras, hace uso de los recursos de su medio, de larguísimas tomas, de la luz, del sonido: cine puro. Tanto en Sátántangó como en el libro de Onetti, lo que sucede no está en los episodios de la narración, en los sucedidos, que sirven para estructurar el tiempo, para usar las locaciones como marco, pero que no construyen el sentido real; ese sentido está en el vacío que hay entre los actos de las personas, y es una construcción muy lenta pero precisa, indefectible. Para construir ese vacío Tarr se vale de extensos espacios elementales; es extraño que, con el mismo fin, Onetti desgrane un entramado muy apretado de incontables palabras, pero así funciona la literatura, y ahí está el nudo de la cuestión en una adaptación: son lenguajes diferentes, el cine y la literatura, y hay que jugar con los naipes que tiene cada baraja.
Es cierto que Lipszyc trabajó su versión de El Astillero desde una propuesta llana, austera, pero la interrumpió con estridencias actorales, con secuencias siempre cargadas, una estructura sin descanso que quizá fue conformada por Lipszyc para no dejar de lado un número muy grande de episodios de la novela de Onetti. De esta manera, se ve obligado a construir el sentido desde lo que sucede exteriormente, se ve obligado a subrayar, a exagerar algunas cuestiones para poder encontrar una dirección a la narración. Así, la mujer de Gálvez está ostensiblemente embarazada de Petrus; Gálvez tiene un papel que denuncia a Petrus forjando un accidente que se llevó la vida de un hombre para cobrar el seguro; el final es más explícito. El libro de Onetti narra la decadencia de un hombre, de un grupo de hombres, que vive en los márgenes de la realidad, con sobras de realidad, hasta que esas sobras se terminan. De alguna manera, la novela es una tensión entre uno que quiere apurar el fin y otro que quiere demorarlo lo más posible, y el fondo es la tácita aceptación de que hay una farsa que todos mantienen para poder vivir un día más. Esa es el alma del libro, y poco de todo esto llega a la película, porque ese sentido se forma, no se cuenta, y en esta película sólo existen los hechos.
Y es por eso que el segundo argumento, la adaptación de Piglia, consensuada por Onetti, parece pasar de ser una carnada a una de las razones del fracaso de la película. Esta adaptación, sin embargo, está firmada por Piglia y por Lipszyc, de manera que es difícil saber quién decidió qué. Yo supongo que la forma en que se decidió contar, la idea de abarrotar la película de episodios, habrá sido de Lipszyc: un lector tan fino como Piglia no pudo haberse perdido el sentido de la obra de Onetti, aunque es posible que no supiera cómo trasladarlo al cine, cómo contarlo con un lenguaje que no es el de él (lo mismo le habrá pasado a Onetti, quien leyó el guión y lo aprobó). La mano de Piglia puede verse en incontables lugares. Enumero uno o dos detalles, sólo por curiosidad. En un momento de desesperación, Gálvez musita “el horror, el horror”: una referencia inconfundible al Corazón de las Tinieblas de Conrad, que no está, por supuesto, en el libro de Onetti; una referencia que es cara a Piglia, y que dirige su lectura de El Astillero. Creo que a Piglia le hubiera gustado darle esas líneas a Kunz, más cercano en su nombre a Kurtz, pero sólo pudo ser adecuado en labios de Gálvez. Otra, más sutil, que tampoco está en el libro de Onetti: Larsen pregunta a sus subordinados por qué hacen los negocios en la oscuridad; éstos le contestan que es porque la luz se la robaron los pescadores, para usarla para encandilar a los peces. Larsen recuerda que él solía cazar conejos encandilándolos con una luz; la última novela de Piglia, Blanco Nocturno, lleva su nombre porque a Piglia le impresionó la idea de que los ingleses en la guerra de Malvinas usaran anteojos infrarrojos para ver en la noche: “los pobres soldados argentinos eran cazados como conejos en la oscuridad”. Sin embargo, estas referencias de Piglia son detalles; la verdadera influencia de Piglia, creo yo, está en su lectura del libro de Onetti que, en vez de ser faulkneriana, remite a Kafka todo el tiempo. Al principio de la película, Gálvez y Kunz parecen iguales; los discursos los hacen entre los dos, comienza la frase uno y la termina el otro. Esta figura dual está en Kafka en varios lugares; una famosa, en los dos ayudantes que le asignan al agrimensor de El Castillo; también en Piglia, en Blanco Nocturno, con las gemelas, o cuando hablan una de las gemelas y su padre, como si fueran una sola persona. Si bien en el libro de Onetti hay cierto compañerismo al principio entre Gálvez y Kunz, Piglia afina un poco la lectura y lo que se percibe es a Larsen como K., seguro de sí mismo, arrogante, confrontado a sus ayudantes como emanaciones iguales de un mundo que lo considera extranjero pero que le asigna un papel de cierta jerarquía que no puede cumplir, una jerarquía que se le da nominalmente pero que se le niega en la realidad, y donde sus subordinados tienen una libertad que él no posee. Está también la insistencia de la cabeza de Petrus observando en lo alto de una ventana, una imagen muy kafkiana. Otra: las entrevistas de Larsen que en Onetti suceden con un interlocutor metido en su cama, una con Gálvez y otra con Petrus, en la película tienen una reminiscencia clara a las entrevistas que K. tuvo en El Castillo con el alcalde, con Gardena, con Bürgel, mientras éstos estaban en la cama y K. se sentaba en su borde. Esta idea se repite en El Proceso, cuando Josef K. se entrevista con Huld en la cama; en esa escena aparece otro de los dispositivos recurrentes de Kafka: la mujer tentadora, que seduce y coquetea (pero nunca tiene sexo) con K., un hombre que sabe acabado pero que sin embargo es una fuente de atracción para ella. En este episodio con Huld la mujer es Leni, pero la obra de Kafka está llena de esas mujeres, mujeres comunes, domésticas, gastadas, sensuales. La modificación más visible de la película sobre la obra de Onetti está allí, en los personajes femeninos: Josefina, Angélica, la mujer de Gálvez, la prostituta amiga. Al igual que en Onetti, todas tienen ese tipo de relación con Larsen donde están siempre al borde de algo y nada termina de suceder, pero en la película parecen manejar ellas la acción, no son seducidas por Larsen, sino que son ellas las que deciden el grado de acercamiento: parecen sentir el mismo tipo de atracción que sienten las mujeres en Kafka por K., una atracción desesperada que no lleva a nada excepto a la perdición. Incluso Angélica, la loca, en la película parece una mujer que está enloquecida porque se le niega la satisfacción sexual, una privación manejada por Josefina, quien es quien llama a Larsen a trabajar al astillero. Estas modificaciones a los personajes femeninos de Onetti son manipulaciones que direccionan la lectura hacia Kafka: es como si Piglia hubiera querido comparar a Larsen con K.: como el agrimensor, una llamada lo hace ir a un lugar donde se le ofrece un puesto ilusorio, y a través de sucesivos descensos, termina afantasmasdo. El final, desviado apenas del final de Onetti, hace que se homologue el último destino de Larsen con el de K. en El Proceso, muerto “como un perro”, solo, expulsado sórdidamente del mundo.
Quedan los últimos dos argumentos. El chamamé de Spasiuk, que uno a priori pensaría justificado por la geografía, cuando irrumpe molesta, porque tiene demasiada presencia. Los actores, una sorprendente lista de nombres famosos, especialmente nombres de teatro, tienen altibajos. La composición que hace Bartís de Larsen es convincente por momentos, excesiva por otros. La sensación es que estos hombres y mujeres fuertes armaron y desarmaron sus personajes sin arbitrio, que no hubo control.
Llego así a las razones verdaderas del fracaso de la película, que pienso tiene su origen justamente en esos atractivos argumentos que enumeré al principio: un libro grande de un escritor grande, una lectura personal de ese libro por parte de otro escritor grande, actores grandes, música de un compositor grande. Todo eso todo el tiempo se escapa del marco, no hay cohesión, no hay nada que unifique ese todo en una obra uniforme, que podría haber sido genial: el fracaso está, pienso, en David Lipszyc, en la falta de dirección. Todo se derrama, y Lipszyc no supo crear un contenedor para darle forma a ese fluir de talento. Hacia el final se escucha a Onetti recitar unas líneas, una grabación de los años sesenta que contrasta con el audio más pulido de la película. Sobre esta diferencia de registro puede metaforizarse las fuerzas heterogéneas que nunca se amalgamaron en esta versión fallida de El Astillero.