Tetro (Francis Ford Coppola)

Hay obras que exceden toda crítica: hay escritos que, siglos después, siguen provocando nuevas lecturas, nuevas exégesis; los lógicos laberintos de Bach todavía tienen ocupados a los músicos que los reinventan; no hay año en que Da Vinci no suscite una renovada admiración. Incluso el cine, esa reciente forma de arte, depara películas que se salen de su contexto inicial y que, pese a los rápidos cambios de gustos y de tecnología, aún hoy están frescas y sacuden al espectador. Podría pensar en Persona de Bergman, incluso en Apocalypse Now de Coppola.
Este exceso, sin embargo, aparece igualmente en obras cuyo fracaso es tan inmenso que desbordan cualquier análisis. Es sin dudas el caso de Tetro: ¿por dónde empezar? Salgo al azar, en cualquier punto, por ejemplo: la película sucede en Buenos Aires, pero los dos protagonistas masculinos son estadounidenses y las dos femeninas son españolas, y no hay manera de coser este espantapájaros. Carmen Maura hace de crítica literaria (¿o de teatro under?); está disfrazada de Victoria o Silvina Ocampo pero, a no confundirse, la historia es actual. No hay justificación para su origen ibérico; en el caso de la otra española, Maribel Verdú, que la haya sólo empeora la situación. Coppola, en alguno de sus viajes a Buenos Aires, seguramente habrá quedado sorprendido por La Colifat, una radio protagonizada por internados de un hospital psiquiátrico bonaerense; la necesidad de incluir esta nota de color en la película lo obligó a convertir a Verdú en una psicóloga o una psiquiatra que vino de Europa para ver el milagro. Naturalmente, su oficio no comporta un obstáculo ético para que se enamore de uno de los internados, que resulta ser un genio. Por si el lector cree que este lugar común es la excepción, todavía no ha visto nada. El indemostrado genio es Vincent Gallo, quien hace, como siempre, de Vincent Gallo con otro nombre y apellido, y como hablamos de Coppola, ese nombre y apellido serán indudablemente italianos, por supuesto. Tiene un medio hermano en Alden Ehrenreich, un sucedáneo de Di Caprio, y para razonar su presencia en Buenos Aires, el director lo hace una especie de marinero de paso con un crucero. Donde hay italianos, aunque hablen en inglés, hay famiglia: podrían haber sido mafiosos, pero para salirse de los estereotipos y sorprender a su público, Coppola hizo de la madre una soprano y del padre un director de orquesta; hacia el final de la película sabremos que el viejo Tetrocini (seguramente inspirado en Luisa Tetrazzini) había nacido, contra toda previsión, en Argentina. Es que algo tiene que ligar todo este cocoliche a la voluntad del director de filmar en la pintoresca Buenos Aires, una ciudad con una gran “tradición cultural/artística/literaria/musical/cinematrográfica”, en sus propias palabras. En consecuencia, Coppola contrató actores argentinos como aglutinantes. Cualquiera lo hubiera dado todo para filmar con el director de El Padrino; la lista de actores elegidos no podía ser más inquietante: Leticia Bredice, Mike Amigorena, Silvia Pérez, Rodrigo de la Serna, Sofía Gala. Las mujeres hacen lo que harían en una película local: una tiene una breve aparición sólo para inclinarse y mostrar su precipitado escote, las otras dos se desnudan para una escena de un ménage à trois en una bañera. Amigorena es un dandy con un traje que lleva la esfigie de Charly García y se trasviste para las tablas, es decir, hace de sí mismo; De la Serna es algo así como un compadrito, porque vive en La Boca. La Boca: tal es el escenario de la película, imposible filmar en otro lugar de la enorme Buenos Aires, salvo que en algún momento se debe ver el Obelisco, y si hay una escena con automóviles, es obligatoria la ancha avenida 9 de Julio. Pero Argentina no se termina en Buenos Aires, y Coppola lo sabe: hacia el final convenientemente la acción se mueve, auto descapotable mediante por las rutas patagónicas, al Glaciar Perito Moreno. Allí veremos a Susana Giménez, sí, incrédulo lector, Susana Giménez en una película de Francis Ford Coppola, haciendo el inverosímil papel de una mujer ligada a la cultura que presenta en una fiesta a todo lujo una obra literaria: una obra de teatro (?) que fue adaptada por un adolescente en dos días para un tablado de mala muerte frente a dos o tres personas, y que misteriosamente merece el aplauso de la heredera perdida de las hermanas Ocampo.
Queda la trama, que podría haber sido escrita por cualquier ejemplar entre el cardumen de guionistas que repiten las pocas variaciones de la novela de la televisión sudamericana de los últimos cincuenta años, pero Coppola quería hacerlo él mismo: no faltarán los embarazos, las infidelidades y las sorpresas en los lazos familiares. Coppola, que hace ya algunos años pasa estancias en Buenos Aires, ha logrado convertirse en un cineasta del peor cine argentino for export, a la altura extraordinaria de un Subiela o un Campanella, digamos. No ha desdeñado ninguno de sus ritos elementales: ni el blanco y negro, ni el color local a vista de turista, ni los desnudos, ni el melodrama, ni el omnipresente tango. Si me hubieran mostrado la película sin los créditos, honestamente la hubiera creído hecha por esos directores que salen de nuestro país para generar por igual aplausos en el extranjero y vergüenza en los que veneramos el cine de Lucrecia Martel o Leonardo Favio. Pero la estampa final del nombre de Francis Ford Coppola, el que supo dar sin dudas las mejores películas de los setenta estadounidenses, es la rúbrica final a una catástrofe que, vuelvo a repetir, excede todo lo que pueda escribirse de ella.