La confesión (César Aira)

Reseñar un libro de César Aira en términos analíticos, más allá de gustos, es difícil. Quien ha leído varios libros de él ya conoce el lenguaje particular del artista, su mundo, sus mecanismos. A veces uno cree que en tal o cual libro, sí, esta vez Aira se va a tomar más en serio, pero a las pocas páginas el escritor sonríe y todo vuelve a ser lo que era, y uno se sumerge en un universo maravilloso, con otras reglas. A veces las invenciones son desaforadas, a veces medidas (como en “Una novela china”), pero no menos fantásticas. Y si uno es afortunado, uno sonríe con él, por supuesto, pese a Aira, a quien no le gusta que le digan que de sus libros sólo se sacan risas (esta frustración lo ha llevado a escribir Cómo me reí). Es que, si escuchamos a Aira, él sí parece tomarse en serio, y aboga por la crítica académica, y repite que todo está servido en bandeja para quien quiera analizar. ¿Qué confesión podría esconder “La confesión”, por ejemplo? No pude evitar separar este párrafo:

Como todos los juegos de niños, y grandes, éstos tenían sus reglas: no importaba que se las inventara sobre la marcha, o que se las cambiara en el curso del juego: las tenían igual. Para el observador desde afuera (y desde lejos), esas reglas había que deducirlas. Pero la deducción no era consistente, pues se trataba de reglas gratuitas, de juego, sin una lógica estricta. (…) inventaba movimientos enigmáticos, acciones absurdas, por el gusto infantil del enigma o la intriga sin solución. Como para que nadie entendiera, y así crear una imaginaria amenaza, no sólo sobre sus compañeros sino sobre el mundo en general.

Y claro, uno se tienta de pensar en que es Aira el niño gordo que hace de sujeto en ese párrafo, y nosotros los que intentamos entender. Parte de su juego será decirnos que sí hay mucha carne para el análisis allí, frente a nuestros propios ojos, “servido”. Y nosotros, cómo nos reímos; “quizás el absurdo siempre sirva para eso”, dirá pocas líneas más adelante.
Por eso creo que “La confesión” puede funcionar como una metáfora del oficio de Aira, del buen narrador. Hay tres narradores en el libro: un conde ruso que es un aristócrata caído, un viejo que es un gaucho o un cabecita negra peronista, y el niño gordo, que no habla, sino que crea complejos juegos con objetos impensados que hay alrededor de él. Visto así, “La confesión” cuenta es una competencia entre los tres personajes para ver quién es el inventor más experto, quién hechiza mejor a su público, quien maneja mejor la improvisación, quién puede sostener la máscara del teatro con mayor suerte. En “La costurera y el viento” Aira empieza con el título y luego desarrolla la justificación, y uno ve la cinchada por ganar al lector con un punto de partida muy difícil; aquí, como en otros tantos libros de Aira, también se sospecha el resultado de un ejercicio o un reto al narrador: estos tres personajes tan distintos son encerrados en una habitación y se los pone a interactuar, con algún que otro actor de relleno: un muchacho de nariz achatada y paladar agujereado, una novia paralítica a punto de casarse. ¿Cómo sostener la trama con estos elementos inverosímiles? ¿Cómo salirse con la suya? Se me viene a la cabeza Richard the Third, donde Shakespeare hace que Ricardo seduzca a golpes de ingenio a la viuda del hombre que él mismo ha matado, y en su propio funeral. Cuando logra esa improbable victoria, se vuelve a su público para congratularse: “Was ever a woman in this humor wooed? Was ever a woman in this humor won?”: Ricardo prueba su habilidad retórica, su habilidad de seducir al público con una prueba a priori imposible, y espera los aplausos. El Mago Aira urde sus novelitas para el asombro, para deleitar y hacer sonreír, y usa hilo de primera calidad: su prosa es de a ratos sorpresiva pero siempre inculpable; cada libro nuevo es ver ese despliegue de talento, qué personajes pone a jugar, en qué lugar, en qué tiempo, con qué suerte. “La confesión” no es la excepción.