Hemos llegado al fin al número mágico siete, al final de esta historia: llegamos a la década del 2000 a la vez que la estamos dejando, hoy en 2009, de forma que nos permite un poco entrever de qué se ha tratado, cuáles fueron las películas importantes.
Lo último que habíamos visto fue la llegada del cine oriental, con ese primer pié que fue Ringu a través de The Ring, en 2002. Los noventa agotaron el cine de terror explícito, y la llegada de una serie de películas que trabajaron la atmósfera inauguró una nueva manera de tratar el terror; ya se había mencionado a Sexto Sentido y The Blair Witch Project, de 1999. Aunque resulte difícil de creer, los fantasmas, que históricamente causaron miedo a los hombres, llegaban por primera vez al cine de manera regular; hubo películas de fantasmas en todas las épocas, pero esta década fue la entrada “oficial”. Un responsable fue el llamado J-Horror, el horror japonés, que traía una estructura en parte nueva: el alma torturada que volvía para que la recordaran. Digo “en parte” porque el mecanismo del sobresalto seguía presente, pero dejando de lado todo lo explícito: nada de sexo y sangre. Si bien en Pesadilla y otras películas occidentales se veía a un espíritu vengativo tras un hecho traumático del pasado, en general había una maldad inmaculada ya en el inicio, de parte del antagonista. En la serie de películas japonesas (las mejores, aunque no las más famosas) sobre fantasmas que se hicieron en esta década, se observa que el fantasma en general es una mujer o un niño, en oposición a ese hombre agresivo del slasher; en general, a esa mujer o a ese niño lo mataron en condiciones violentas y siendo inocente del todo. En muchos casos lo que se ve es que el fantasma vuelve para que se entienda mejor su historia, para que se averigüe, para que vuelva el pasado y así el alma pueda descansar. Al principio el espíritu parece ser malvado, determinado a dañar a alguien al azar, pero luego se revela lo contrario: las víctimas son en realidad victimarios, y el espíritu necesita justicia. La atención que recibió el cine de terror japonés inyectó producción en el cine oriental en general, y los creadores trabajaron mucho sobre la estética y la trama, saliendo de la historia común de fantasmas con picos como “A tale of two sisters” (del coreano Ji-woon Kim, 2003), “Dumplings” (del chino Fruit Chan, 2004) ó “Box” (del japonés Takashi Miike, 2004).
Pero no sólo Oriente fue proveedor de Estados Unidos para las historias de fantasmas: el español de origen chileno Alejandro Amenábar trajo Los Otros (“The Others”, 2001), y pronto otros españoles se apuraron a subirse al tren: Juan Antonio Bayona con “El orfanato” (2007), Jaume Balagueró con “Frágiles” (2005) y otras, entre las cuales estuvo la festejada “Rec” (2007), que tuvo remake estadounidense al año siguiente. A diferencia de esas películas extraordinarias que surgieron en Oriente, las españolas son muy poco originales: “Rec” saquea la ambientación de fantasmas y la mezcla con la estética documentalista cámara en mano que ya habíamos visto otras veces, y para no perder la posibilidad del mercado, se asegura que también tenga la segunda vertiente de la década: la de los zombies.
Tras un momentáneo revival de los vampiros a partir del Drácula de Coppola en la década de los noventa, en esta década los zombies volvieron con Exterminio (“28 days later”, 2002), una película de estética diferente filmada por el brillante director británico Danny Boyle, con una secuela en 2007 dirigida a pedido de Boyle por el también español Juan Carlos Fresnadillo. Esta vuelta de los zombies fue apoyada por otra, estadounidense, en el mismo año: Resident Evil, inspirada en un videojuego. Naturalmente esto llamó al creador del zombie moderno, George Romero: se hizo la remake de Dawn of the Dead (2004), Romero mismo dirigió Land of the Dead (2005), Diary of the Dead (2007), Island of the Dead es inminente. No tenemos que olvidarnos que todas estas películas son post-9/11, es decir, tanto Estados Unidos como Inglaterra estaban implicados en una guerra nuevamente, una guerra que contemplaba la infiltración de civiles en estos países, con posibilidades de uso de armas biológicas. Pocos días después del ataque a las torres gemelas, en 2001, cinco personas murieron por recibir sobres con esporas de ántrax, disparando el pánico: cualquiera podría morir, en cualquier momento; en 2003 Inglaterra arrestó a unos argelinos que fabricaban ricina; para fin de ese año había llegado también en sobres al congreso estadounidense. La gripe aviaria apareció en 2005. La pandemia del SIDA estaba muy presente en el recuerdo de la gente: hubo muchos famosos que habían seguido muriendo en los noventa (Freddie Mercury en 1991, Isaac Asimov en 1992, Rudolf Nureyev en 1993, todavía en 2000 moría Ofra Haza), y se sospechaba que el VIH era un virus fuera de control que había sido creado en laboratorio; la gente recordaba también el ébola. Tanto Resident Evil como 28 days later tratan de virus desarrollados como armas bacteriológicas que se escapan al público; es notable saber que la creación de ambas ficciones es anterior a los ataques del 2001, pero su fecha de aparición en los cines fue más que oportuna.
Algo similar pasó con la serie de “El juego del miedo” (Saw), cuya primera entrega fue en 2004: el mismo año de los primeros reportes de tortura relacionados con la cárcel de prisioneros de guerra post-2001, tanto de Abu Ghraib (Mayo) como de Guantánamo (Agosto), pero Saw tiene su origen en un corto australiano de 2003. Tal vez esa película, cuya tema es la tortura, no hubiera sido igual de recibida sin esos escándalos; tal vez esa franquicia no hubiera dado tantos dividendos. Otro es el caso de Hostel (2005), que propuso un hostal en Eslovaquia donde un grupo de sádicos perpetra atrocidades con los turistas: ya se sospechaba de centros estadounidenses de detención y tortura en Europa del Este para aquel momento, traídos a la atención del público por las anteriores denuncias. La elección de Eslovaquia obedecía a los miedos de los estadounidenses a lo extranjero, especialmente aquellos países que no eran tan conocidos. En palabras de su director:
Los estadounidenses no saben que este país existe. Mi película no es un trabajo de geografía, sino que apunta a mostrar la ignorancia de los estadounidenses acerca del mundo que los rodea.
Esto estaba dentro del contexto de una época en que se difundían encuestas donde proporciones importantes de estadounidenses, al momento de la guerra con Afganistán, no sabían dónde se encontraba en el mapa. Hubo una gran ola de antiamericanismo durante los 2000, especialmente después de la decisión unilateral de invadir Irak en 2003: un país como Alemania bajó de 78% de imagen positiva sobre Estados Unidos a 37%. Los turistas sentían esa incomodidad, la idea de que podían ser atacados en cualquier momento en un país desconocido y hostil (conocí en aquel momento turistas estadounidenses en Buenos Aires que se hacían pasar por canadienses o australianos). Comparemos también esto con otras películas que habíamos visto, donde el mal venía desde Oriente.
Pero voy a volver por un momento a El juego del miedo, que tuvo sin dudas más éxito que Hostel: ya lleva cinco entregas y hay una nueva esperando en pocos meses. Al principio parece Se7en: la policía busca a un asesino serial especialmente sádico, y gradualmente se ve que el asesino impone su sentido de la moral a un número de personas que son puestas a prueba a través de la tortura. El mismo público que consumió ávidamente esta película era el que trataba de asimilar ese antiamericanismo que describimos antes, el que iba intentando entender por qué fueron atacados, por qué no podían hacer turismo en otros países, por qué nadie apoyaba la guerra de Irak. Se comenzó a revisar la historia, una historia llena de fantasmas, aparecía Chomsky con libros crudísimos sobre la política exterior de Estados Unidos en Latinoamérica, en Asia, en Oriente Medio. Las invasiones a Afganistán e Irak, que llevaban nombres como “Operación Justicia Infinita”, “Operación Libertad Duradera” o “Operación Liberación de Irak”, eran mostrados como cruzadas morales para derrocar a un malo e imponer una nueva forma de gobierno, que en ambos casos fue resistida porque fue entendida como una imposición. Por esto la idea de El Juego del Miedo, la de una persona que arbitrariamente infligía por la fuerza su sentido de lo que estaba bien y lo que estaba mal a los otros, que de alguna manera les enseñaba a vivir bajo amenaza de muerte, puede verse como un reflejo de esta atmósfera que se vivía hace pocos años. Las denuncias de torturas que mencioné antes, la aparición de fotos terribles de estos centros de detención, la discusión sobre el waterboarding, avivaron aún más el fuego: ¿cómo un país que se arrogaba como campeón mundial de los valores morales violaba los derechos humanos de sus prisioneros de manera tan abyecta? ¿Por qué los otros pueblos se resistían a adoptar lo que era tan evidentemente bueno para ellos? Como en las películas de terror orientales, los países que al principio eran vistos como malvados luego eran las víctimas, y los buenos americanos terminaron siendo los malos. Hay algo además que no hay que perder de vista: de las tres ramas que enumeré, esta es la que más corresponde al mercado de los adolescentes, al que estaba cautivo con los primeros slashers a partir de los ’80. La generación nueva sería la más progresista, la que tendría más dudas acerca de su gobierno. Por primera vez en nuestra historia, aquí quizás estamos viendo un revés a la concepción reaccionaria de las películas de terror.
Me gustaría tomar este subgénero, que se conoció como “gorno” (gore + porno), como puntapié a una reflexión final. La idea de “porno”, en el sentido relacionado con el sexo, es extraña aquí, porque si bien Hostel sugiere sexo, nada es mostrado; mucho menos en El juego del miedo. El sexo en términos visuales en las películas de terror, como en el resto de las películas mainstream, había sido desterrado desde mediados de los ochenta, por una cuestión moral-comercial, pero sin embargo las formas más extremas de violencia, como vimos, siguen estando presentes, sin censura, desde fines de los sesenta. ¿Por qué la violencia es aceptable? ¿Por qué estas películas buscan cada vez formas más extremas?
Peter Greenaway, a quien visité recientemente en otros textos, suele decir que la vida sólo ofrece dos temas al artista: el sexo y la muerte. El sexo fue domesticado de tal manera que ya no asusta a nadie: ya no es necesario mostrarlo o esconderlo. La muerte, la muerte larga y dolorosa, la muerte absurda e injusta, es el gran tema de esta historia del terror, es lo que no puede ser domesticado ni entendido, nunca. Por eso estas películas hacen rodeos complicadísimos frente a ese punto último, por eso muestran tripas y sangre, por eso elaboran muertes cada vez más complejas e ingeniosas, en el afán de poder decir que han retratado, esta vez sí, a la Muerte. Traen a los fantasmas y a los zombies, pero éstos no tienen nada que decirnos de la muerte, sólo vuelven sobre viejas costumbres terrenales (como los zombies de Romero, que se quedan mecánicamente mirando vidrieras en un shopping). Pensemos en el horror que sintió la gente al ver el metraje crudo de Vietnam, en este nuevo horror que sucedió cuando se vieron las fotos de los torturados de Abu Ghrahib o las bajas de civiles en Irak: en todos los casos eran imágenes que el gobierno no quería mostrar, y aunque existieran relatos de ambos escenarios, cuando la gente vio, sintió la muerte mucho más próxima.
Sin embargo, esta localidad es ilusoria; a la larga poco importa que el disparador haya sido Vietnam, o que Irak haya sugerido o permitido el éxito en Estados Unidos del imaginario de torturas e imposiciones morales: es trivial decir que el terror visceral a lo inefable de la muerte es de todos, nos asusta a todos los que compartimos la cultura occidental1. En la historia que reconstruimos aquí aparecieron distintos temas que sirvieron de sustrato, de catalizador, de gatillo de diversas ficciones que intentan elaborar temas complejos: la amenaza de una guerra, el envejecimiento y la renovación generacional, la locura de un individuo escondido en una sociedad, pero el tema de fondo es uno y el mismo: el terror a la muerte. El espíritu de los tiempos encarna ese miedo único con distintas pieles y hace que una película sea popular y duradera, y otra igual de buena sea ignorada y olvidada. Aquí intentamos desvestir primero a las películas de su ropa, la trama superficial; luego su carne, el Zeitgeist que le dio vida; debajo, nos queda el esqueleto, la imagen universal de la muerte. Por eso, a diferencia de otros géneros que tuvieron su ciclo y desparecieron (como el policial o el western), el género del terror se quedará con nosotros: como vimos en la introducción, precede al cine con la literatura, y antes de la literatura, con la religión.