Historia del cine de terror (Sexta parte)

Los noventa pueden verse como una etapa residual de los ochenta, como el agotamiento de la tendencia de convertir el terror en un negocio fácil. Las películas se volvieron mecánicas, los adultos dejaron de tenerles miedo, los autores comenzaron a ver estos mecanismos desde afuera. Los grandes nombres del terror (Romero, Barker, Carpenter, Craven, por nombrar algunos) comenzaron a elaborar películas donde se veían ficción y realidad mezcladas, donde el terror invadía el mundo de todos los días desde el mundo imaginario. Esta idea, sin dudas inducida por el tema de Pesadilla, fue un intento de cortar la serie de “villano que ataca a los adolescentes en un descampado”. El mismo Wes Craven, al retomar la dirección en la séptima reencarnación de Pesadilla (“Wes Craven’s New Nightmare”, 1994), puso a Freddy Krueger personaje de ficción atacando a los actores y al resto del personal que trabaja rodando la película. Era claro que estos creadores del terror se estaban mirando a sí mismos, estaban tratando de salir del sistema que habían creado. En 1996 Craven inauguró otra franquicia, la de Scream, donde los personajes conocen las líneas mecánicas de las películas de terror, un poco las líneas que estuvimos viendo en la parte precedente: “no se sobrevive a la película si se tienen relaciones sexuales”, “no se sobrevive a la película si se bebe alcohol o se toman drogas”. Hay referencias a todas las películas y directores importantes que estuvimos visitando hasta ahora. Este juego postmodernista marca, como siempre, el fin de una tendencia: al igual que habíamos visto languidecer los monstruos góticos apareciendo en la forma de parodias inofensivas, algo similar sucedió en este momento con las películas slasher. Como reflexiones sobre la ficción y las películas de terror estaban bien, pero eran sólo eso: producciones intelectuales, lejos de causar miedo a nadie, cuyo resultado fue negativo: hubo parodias de la parodia (“Scary Movie”, 2000, con el título original que iba a tener Scream), hubo películas que volvieron al viejo mecanismo a partir de Scream (“Sé lo que hicieron el verano pasado”, 1997). Detrás de este escenario había verdaderas películas de terror, pero no eran populares porque eran perturbadoras, complejas, fuera de las líneas que vimos hasta ahora: pienso en Carretera Perdida, de David Lynch (“Lost Highway”, 1997), en El Video de Benny, de Michael Haneke (“Benny’s Video”, 1992), y en una película que está a medio camino entre éstas y las películas gorno de la década del 2000: Irrevérsible. Haneke también filmó una película que reflexionaba sobre el género: Funny Games, en 1997, harto más interesante y provocadora que la de Craven. El protagonista de la película es un psicópata que juega sadísticamente con una familia, pero claramente está consciente de las reglas del género, guiña a la cámara, evita durante el largo de la película algunos problemas que sacarían la trama fuera de los estándares (hay un momento genial en que el psicópata toma el control remoto y retrocede la película misma para corregir uno de estos problemas). Una vez establecido el artificio, lo subvierte al final para terminar de ponerlo en evidencia: Haneke proponía que pensemos en la forma de mostrar la violencia en el cine, de las expectativas que genera, de su domesticación, en diversas escenas quiere dar cuenta del morbo del espectador. En una, el atacante obliga a la actriz a desnudarse, pero deliberadamente no muestra el desnudo; en varias, toda la violencia ocurre fuera de la pantalla, no hay gore visible, pero claramente está, horriblemente, para la imaginación1. A diferencia de los intentos de los otros directores, el resultado final es aterrorizante, porque sentimos que la película se sale de control, y sucede lo que no queremos que suceda: desde la ficción nos sacan de la comodidad de la ficción. Es como si Haneke nos estuviera diciendo: la violencia existe, no crean que está confinada a la pantalla. Y le creemos.
Carretera Perdida merece (y tendrá en algún momento) un texto aparte, porque excede al género. En los primeros momentos de la película una pareja recibe en días sucesivos videos donde se muestra una cámara filmando la casa cada vez más de cerca, entrando, mostrando que ellos duermen, en el último video está él asesinándola a ella (esta misma idea será llevada por Haneke hacia otro lado en Caché, en 2005). Como en las mejores películas de Lynch, lo perturbador es lo que no se entiende pero se asimila como verosímil, algo que de alguna manera el espectador acepta. En una famosa escena, un hombre extraño (“el Hombre Misterioso”, lo llamó Lynch) se acerca al personaje principal en una fiesta, quien le pregunta de dónde lo conoce. El Hombre Misterioso le contesta que se conocieron en la casa del protagonista: “de hecho, estoy allá ahora”, le dice. Le pide que llame a su propia casa, en ese mismo instante, para comprobarlo, y cuando lo hace, atiende su teléfono el Hombre Misterioso (“se lo dije”), quien a la vez está a su lado mirándolo y riéndose brutalmente de él. Esta escena es desoladora: se cae la realidad, la comodidad de la realidad, entra la locura. Es interesante ver la lectura de Barry Gifford (quien escribió el guión con Lynch) acerca del Hombre Misterioso: “creo que el miedo a perder el control es un miedo muy real que la mayor parte de la gente tiene (…) el encuentro con el Hombre Misterioso es un elemento asimilable a la pérdida del control”. Este miedo para Gifford hace que Carretera Perdida “refleje su época: hubo una gran revolución en términos de demanda mental, y pareciera que esa demanda nunca termina, las cosas cambian tan rápidamente que no hay manera de seguirles el tranco”. La gente tiene miedo de quedarse atrás, de perder el control de las cosas y que le pasen por encima. En cierta forma, es el mismo miedo que provocaba la película de Haneke.
Pero, ya lo dije antes, todo esto sucedía por detrás de la historia de las películas de terror, no es la historia ostensible que estamos intentando construir, que es la historia del cine masivo de terror. Volvamos entonces a esos directores que no sabían cómo romper con un género que se había vuelto repetitivo, vacío. Se intentaron salidas intelectuales, sátiras que en algunos casos se volvieron a su vez franquicias. El gore había encontrado su parodia final en “Muertos de Miedo” (Braindead, 1992) y “Mal Gusto” (Bad Taste, 1987)2. Los adolescentes habían tomado el cine de terror o habían sido tomados por el terror que les vendían desde las compañías, el cine que estábamos siguiendo hasta ahora. Yo, que fui uno de esos adolescentes entre los ochenta y los noventa, recuerdo perfectamente que las películas de terror las valorábamos en cuánta sangre y cuánta tripa se mostraba, no en su trama, en su ambiente, en sus actuaciones, en su originalidad. Incluso la voluntad de un director de renombre como Francis Ford Coppola en salir de esto y revitalizar a Drácula en 1992 terminó en una película romántica y barroca que no asustó a nadie. Algunos adultos, para buscar la intranquilidad, miraban películas como las que ya nombré de Lynch y Haneke, y la gran mayoría thrillers de cierta complejidad como “El Silencio de los Inocentes” (The Silence of the Lambs, 1991) o “Pecados Capitales” (Se7en, 1995). Cuando la década declinaba, finalmente, aparecieron las películas que iban a definir un posible escape a estas fórmulas en los años 2000, basadas en la construcción de una atmósfera, en vez de la presencia constante de un monstruo demasiado visible. Dos ejemplos de esta tendencia aparecieron en 1999: “Sexto Sentido” (The Sixth Sense) y “The Blair Witch Project”. En ambos se sugiere mucho y no se muestra nada; en el último hay una vuelta a esa idea primera de Craven y Romero, la idea de que la ficción se vea real a partir de la filmación cámara en mano, como un documental. Algo similar estaba ocurriendo en el cine culto europeo: un año antes el mundo veía la primera película que seguía el manifiesto del Dogma, que pedía se le saque al cine los disfraces, los efectos especiales, la producción excesiva, toda esa distancia que pone al público en el lugar del espectador pasivo de un entretenimiento seguro. Nada asusta menos que la seguridad, por eso todos los otros intentos que vimos buscaban por ese lado, el de despertarse de ese sistema de fantasía que todos sabían falso y que ya no producía dudas ni sorpresas ni incertidumbre, los componentes esenciales del terror. En el trasfondo de Blair Witch Project todavía podemos ver el viejo tema de la mujer, el que venimos siguiendo desde los años sesenta. En esos primeros tiempos, la mujer comenzaba a reclamar otro espacio; en los noventa ya ha recorrido un largo camino, ha vencido las resistencias institucionales, la mujer universitaria, de carrera, profesional, se instaló en el imaginario occidental. Recordemos que en el slasher la mujer estaba siempre puesta en el lugar de objeto sexual y de víctima desamparada; cuando empieza Blair Witch Project, en cambio, vemos a la protagonista como una mujer estudiando en la universidad, bien parada, determinada. No es la adolescente débil: es la líder del proyecto, y los otros dos hombres funcionan como acompañantes. Sin embargo, durante la película termina siendo la víctima de siempre. Un crítico señaló que el interés de la narrativa de Blair Witch estaba en la demostración de que la intuición femenina llevaba a la perdición invariablemente. Hay otra película ambiental en la que se ve más claramente esta visión sobre la mujer profesional, una película que apareció un par de años después, en 2002, como una remake de un film japonés de 1998, Ringu, que se llamó “The Ring” (en nuestro idioma conocida como “El aro”, “El anillo”, incluso “La llamada”)3. Podemos estudiar las diferencias entre las dos versiones, la occidental y la oriental, porque la adaptación de una obra para una cultura en particular dice mucho de esa cultura. En esta película, como en Blair Witch Project, una mujer investiga una leyenda urbana, un video que mata a quien lo ve. Para introducir el tema, la trama comienza con dos adolescentes que están solas en una casa, están contándose la leyenda. Creo que ya estamos en condiciones de entrever de qué hablan, además del video, en la versión de Estados Unidos: hablan de sexo, mencionan drogas, son los temas que vimos ligados a los adolescentes en las películas anteriores de terror, y que no están explícitos en la versión japonesa. Una chica muere y la otra enloquece; aparece la protagonista que investiga el caso, que es una mujer rondando los treinta años. En ambas versiones es una profesional independiente, madre soltera, que neglige a su hijo en favor de su carrera, pero en la remake hay mucho más énfasis puesto aquí: hay una escena donde una maestra la regaña por su descuido, una escena que está ausente en la original: le dice que le preste más atención a su hijo, le muestra su autoridad como representante de la institución en la que se educa el hijo. En la versión japonesa es una periodista que ya venía investigando el caso y eventualmente el video llega y afecta a su familia; en la versión estadounidense, el video primero llega a la familia y la familia le pide que lo investigue. Este cambio sutil es importante, ya vamos a ver por qué. En ambos casos la mujer pide ayuda a su ex, pero el retrato del hombre es radicalmente distinto: si en el Japón patriarcal se trata de un matemático, un hombre fuerte y decidido que salva a la mujer débil y a su hijo de la muerte inminente ayudado de sus poderes psíquicos, en Estados Unidos es un joven inmaduro que ha dejado embarazada a la mujer y que rehúsa el papel de padre. No tiene poderes de ningún tipo: el sentido paranormal lo tiene el chico, como es la tradición occidental de los niños en las películas de terror. En Oriente la mujer es vencida por la angustia y la desesperación y el hombre es quien actúa por ella, pero en cambio en Occidente es ella la fuerte, la decidida, la que no se rinde nunca, y el ex es prácticamente inútil. Ella es la mujer profesional e independiente que finalmente vale tanto o más que el hombre, pero con un problema manifiesto: no puede descuidar a su hijo. Sobre el final la mujer comprende esto y le dedica más tiempo, asume su papel de madre, y por ello se salvan ella y su hijo. El padre en cambio muere, ¿por qué? Minutos después de su horrenda muerte, en su departamento de soltero, vemos muy brevemente a una mujer más joven, su amante: parecería que el hombre es castigado por su comportamiento, indigno de la unión familiar que requería el drama. ¿No es acaso similar a todas las otras tramas reaccionarias que habíamos visto? Igual que en El Exorcista en los setenta, que en Poltergeist en los ochenta, aquí tenemos otra vez al chico que llama la atención, un drama que termina con la sanción a quienes abandonan o negligen la familia nuclear, y la salvación y el orden para quienes la restablezcan. Esto está reforzado desde la contraparte sobrenatural: también la otra, la muerta, pedía atención, “que la escuchen”, esa frase que se repite constantemente: en los labios de la niña, en el regaño de la maestra, en los consejos de la madre original en la segunda parte. En la versión japonesa, el fantasma es una adolescente que tenía el poder de matar y que por eso fue segregada de la sociedad y finalmente asesinada; en Estados Unidos debe ser una niña para homologarse con el niño protagonista, que tiene evidentes ecos de Sexto Sentido. En la posterior (también exitosa, también japonesa con remake estadounidense) Dark Water se juega el mismo tema: una madre separada con una niña que “ve gente muerta”, que ve a otra niña descuidada por sus padres, están las llamadas de atención de la maestra de la escuela, el momentáneo restablecimiento del orden con la llegada de un posible padre sustituto en la figura del abogado, y el desmoronamiento posterior cuando la familia no se rearma. Este cuestionamiento de la capacidad de la mujer para sobrellevar el desafío de ser madre soltera termina con un veredicto negativo, con un castigo: con la muerte de la madre.
Vuelvo a una última consideración moral en la comparación de las dos versiones de Ringu: es notable la forma de resolver el problema final, que implica, un poco como el dilema planteado por Stevenson en The Bottle Imp en 1891, hacerle ver el video asesino a alguien más para salvarse. A diferencia de la solución moralmente satisfactoria de Stevenson, en la versión de Japón la madre elige a su propio padre para que el último que reciba la muerte quede dentro del seno familiar; la versión norteamericana prefiere dejarlo caer en una biblioteca para que lo recoja algún transeúnte al azar. La institución de la familia así se salva, y el problema es de otro, un otro externo y desconocido. Otro tema que valdría la pena elaborar más en detalle es la tecnología, ya en el final del milenio. En Ringu, como en Poltergeist, los espíritus aparecen desde la televisión: alguien sale del aparato y captura a quien mira. Hay una escena agregada, una vez más, en la versión estadounidense: la mujer le acaba de dar a ver el video mortal a su ex, y sale al balcón a mirar, para no mirar lo que le pasa a él. Lo que ve es una serie de departamentos en los que, en cada uno, la televisión (en su sentido corriente) ha absorbido a sus ocupantes. En uno se ve una madre mirando desde afuera cómo la televisión se ha “apropiado” de su hijo, un concepto que habíamos señalado aparece en Poltergeist: los medios escinden la familia. El horror viaja en videotape, como habíamos visto en Lost Highway y en Caché, y también nos llega a través de un videotape en Blair Witch (incidentalmente también cada vez que decidimos alquilar una película de terror en casa). Las cámaras no salvaron a los tres aventureros de Blair Witch Project, los celulares no funcionan cuando se necesitan en The Ring, la televisión y las cámaras de fotos son instrumentos del mal, de los fantasmas.
En la próxima década, la nuestra que está terminando ahora, vamos a ver que este nuevo subgénero (para occidente), el relato de fantasmas –kaidan, en japonés-, será una de las tres tendencias dominantes, junto con el gorno y la vuelta de los zombies.