Lamerica (Gianni Amelio)

Ayer resucité momentáneamente una película: “Lamerica”, de Amelio. Podría decir que ya lleva muerta quince años: la vimos pasar por Buenos Aires; creo que fue olvidada por casi todo el mundo. Voy a recordarla toda primero, brevemente, porque vale la pena la historia. Hay dos empresarios italianos (uno es joven: Gino) dispuestos a lavar dinero o a perpetrar una estafa en Albania, cuya reciente salida del comunismo les parece una oportunidad. Necesitan un testaferro albanés, y eligen a un viejo loco o autista encarcelado en una mina. Le preguntan su nombre; no contesta. Lo hacen firmar; firma “Spiro Tozaj”. Le preguntan cuántos años tiene; dice, con las manos, “veinte”. El viejo se convierte así en el presidente nominal de la empresa, pero cuando es dejado en un hospicio se escapa. Gino lo va a buscar y el caos lo vence, perdiéndolos a los dos en la miseria de un país en constante ebullición, donde reina la corrupción, la pobreza, la revuelta social; en esa turbulencia, Gino es despojado de todo: poder, dinero, documentos, y así aprende a mendigar, como los otros, un pedazo de pan, un lugar donde dormir. El viejo finalmente se revela como un italiano, un prisionero político de la Segunda Guerra Mundial; todavía cree vivir ahí en esa época, cree que tiene veinte años, que su mujer, su hijo y su vendimia lo esperan en Sicilia. En la última secuencia, los dos regresan ilegalmente a Italia en un barco, junto a una muchedumbre de albaneses que se escapa buscando un futuro mejor. Michele (así se llama el viejo en verdad) cree estar yendo a América.

Ese es el resumen de la fábula, que toca muchos temas. Podría hablarse de la idea de un país que sale del cruel comunismo para echarse gustoso en brazos del no menos implacable capitalismo, de una opresión a otra. Podría hablarse de la creación de mitos, esas ilusiones que sustentan una vida de otra manera intolerable. Podría pensarse en el tópico de los nostoi: el héroe que hace un viaje de iniciación a algún infierno y que vuelve en un barco como Ulises a su hogar. También está la xenofobia europea, y el recordatorio de que una vez, hace cincuenta años, los italianos eran los emigrados que querían salir de la miseria. Todos estos temas son interesantes; el que me a mí me gustaría hilar es uno que de alguna forma toca todos los demás, y me toca a mí especialmente.

¿Qué es ser albanés? Para el espectador de la película, los albaneses son un revoltijo de gente que necesita un nuevo orden. Para los dos italianos protagonistas, son un hato de ovejas, listas para el engaño: “gli albanesi sono come bambini, tu gli dici che il mare è fatto di vino, e loro se lo bevono” (“los albaneses son como chicos, se les dice que el mar está hecho de vino, y ellos se lo beben”). Hay algo de verdad en esto: los albaneses se mueren, a veces literalmente, de ganas de creer. ¿Qué es ser albanés? La busca de la tierra prometida, la evasión del hambre: “meglio il lavapiatti in Italia che la fame in Albania”, ser alguien, aunque sea ínfimo, es mejor que ser nada, y por eso en Albania todos hablan italiano, todos quieren merecer un lugar en Italia, y se adoctrinan desde chicos con diccionarios1, hablan de ligas de fútbol y corean canzonettas: todos quieren ser italianos, todos parecen querer olvidar que son albaneses. Gino, espectador, aprende esto con asco, al principio desapegadamente y finalmente desde el mismo barro cuando, privado de su pasaporte, pierde su condición de italiano: sólo tiene el idioma, el que hablan todos, por otro lado. Gino, sin nada que diga quién es, es nadie, aspira a ser italiano como todos los otros: le recuerdan que “en Albania todos estamos sin pasaporte”. ¿Qué es ser albanés, qué es ser italiano? Para contestar, es necesario todavía visitar al tercer personaje.

Es que hay un italiano que, perseguido por los comunistas, quería ser albanés. Se llamaba Michele Talarico, pero se hacía pasar por Spiro Tozaj para que no lo aprendan, para que no lo maten. Con todo, vemos que cincuenta años de cárcel y trabajos forzados no doblegaron su identidad: parece que repitió todo ese tiempo, para sí mismo, que era un siciliano de veinte años que tenía una mujer y un hijo pequeño. Que masculló su italiano para no olvidarlo, y sostuvo, mientras pudo, para sobrevivir, una fachada; recobrada su libertad, decidió obliterar ese medio siglo, y volver a ser quien nunca dejó de ser, a retomar su vida donde la dejó, a sacarse la falsa identidad y recuperar la verdadera. ¿Quién es, en el fondo, un emigrado? El padre de Amelio, como mi abuelo, era un siciliano que emigró a Argentina; Amelio tendrá la edad de mi padre italiano. Amelio quería contar la historia de su padre, y decidió contarla, cincuenta años después, a través de otros emigrados, los que estaban siendo rechazados por la nueva generación de italianos, la que había olvidado qué era la miseria y quería cerrar todas las puertas y todos los puertos. También los italianos querían en aquella época aprender un idioma nuevo para hacer “l’America”.

Recuerdo ahora a una vieja italiana que vivía aquí en Buenos Aires hacía cincuenta años. Me contó una vez que fue a comprar a una carnicería nueva del barrio, y que el carnicero la reconoció inmediatamente como italiana. Le preguntó cómo se había dado cuenta, y él contestó que porque hablaba italiano. En ese punto la mujer se puso a llorar: siempre pensó que se manejaba en perfecto castellano, pensaba que su “falsa identidad” engañaba a todos. Mi abuelo, que se vanagloriaba de su nacionalidad argentina, de poder votar y de coleccionar objetos históricos argentinos, vivía en una pequeña Italia: su casa estaba llena de libros y discos italianos, pequeños souvenirs, fotos viejas, y de chico me hacía viajar por esos ríos, me hablaba en su dialecto, me contaba una y otra vez sus historias tanas, cantaba canciones y celebraba reuniones periódicas con los alpinos, los ex-combatientes como él. En su casa, todo estaba congelado en 1945: las armas, las medallas, la música y los libros. De alguna manera, seguía en Italia (y en la guerra, probablemente), seguía persistiendo en su identidad italiana, y le hubiera gustado morir en su terruño, no en la Italia moderna, que le era desconocida, sino en la que él conoció y que no volvió a visitar nunca. Así la historia de Michele de alguna forma es una metáfora del emigrado, que nunca deja de ser quien era antes, que vive la vida con la cara vuelta hacia atrás. Una historia que, no importa con cuánto éxito se establezca en su destino, queda detenida e inconclusa, en el fondo o en la superficie, insatisfecha y doliendo para siempre, como las balas que mi abuelo decía tener todavía en su cuerpo.

Por eso creo que Amelio nunca redime a Gino, que la historia del viaje iniciático no es tal. Aún en el último barco, derrotado y sucio y flaco y hambriento, Gino no se quiebra ante el viejo ni ante la miseria de los albaneses. Antes bien, él hubiera querido evitar a Michele, y es el viejo quien lo vuelve a la pesadilla una y otra vez, a esa historia que nunca se termina. Podemos presumir que Gino llegará a Italia, se bañará, se pondrá ropa limpia y comida en el vientre, y volverá a ser quien era antes: volverá a ser italiano, recuperará su pasaporte y su identidad, y tratará, como Michele, de olvidar su infierno albanés a toda costa, para no olvidar quién es, quién era. Gino aprende, durante su viaje, que su prepotencia italiana no funciona en el caos, y para sobrevivir la modera, pero no la olvida. También él se forja una identidad falsa, hasta poder recuperar la propia, en algún momento.

Como Sebald, Amelio contó su historia de emigrados para poder elaborar su propia historia. La ausencia de su padre fue determinante para él, y parece visitarlo como el fantasma del padre de Hamlet. Amelio eligió a Carmelo de Mazzarelli, el que hace de Michele, en la calle, por su cara: era un albañil, no un actor. Como en la película, Amelio buscaba a Michele y sabía a quién buscaba; cuando los empresarios italianos lo encuentran en la cárcel, uno dice “me recuerda a mi padre: es tal cual”. Michele, cuando habla de la vida que dejó por ir a la guerra, dice que tiene un hijo, que “estará buscando a su padre”. Como el fantasma del padre de Amelio, Michele se le aparecía a Gino recurrentemente pese a que quería estar en paz. Su función es la de un recordatorio de identidad: Amelio les estaba diciendo a los italianos modernos que no olvidaran quiénes fueron antes, ahora que los albaneses eran lo que los italianos en aquel tiempo. Por eso acaso está esa frase: “los albaneses son como chicos”: en la infancia de la Italia moderna estuvo ese hambre y esa emigración masiva.

Aunque esta película, entonces, tuvo como objetivo de su mensaje al espectador italiano, aquí en Argentina se resignifica, cuando muchos de nosotros somos los hijos y nietos de aquellos emigrados italianos. Lamerica, en parte, es Argentina: en la película dice que “se establecieron, se fueron a Nueva York, a Patterson, a Argentina. Se pusieron a trabajar, empezaron a ganar dinero, hasta se hicieron casa” (el subrayado es mío). El padre y el abuelo de Amelio, lo dije, emigraron a Argentina. Argentina era un destino preferido porque aquí había ya muchos italianos viviendo, como lo atestiguaba la Plaza Italia y el monumento a Garibaldi desde principios del 1900. Los barcos llegaban cargados de la guerra, los apellidos eran anotados y deformados, y esos italianos lograron finalmente establecerse. Eran Ulises sin regresos: pocos, muy pocos volvieron a Italia, pocos, muy pocos dejaron de idealizar su patria, nadie dejó que el castellano borrara las huellas de la lengua del Dante, todos habrán muerto añorando un país que ya no existe como ellos lo conocieron. Sus nietos, cuando finalmente la crisis golpeó a Argentina al inicio del nuevo siglo, pidieron la ciudadanía de sus antepasados y emigraron también a su vez, a la Italia de las promesas de un destino mejor.