Historia del cine de terror (Segunda parte)

Voy a evitar la palabra “arte” para estas películas (por ahora), porque seguramente alguien querrá discutirla, pero sin dudas las películas de terror fueron expresiones populares que pusieron de manifiesto las representaciones de su tiempo, consciente o inconscientemente. Habíamos visto cómo en el comienzo de esta historia los monstruos góticos habían tomado el cine del género de la primera parte del siglo XX, pero lo que se jugaba por detrás era un cierto miedo a la ciencia: a lo que puede traer, y a lo que no puede aprehender. Estos monstruos fueron agotándose, y así en 1948 se pudo ver “Abbott and Costello Meet Frankenstein”, donde el dúo cómico se encuentra además de con el monstruo de Shelley (no el doctor), con Drácula y con el Hombre Lobo; sin embargo, el miedo que los engendró seguía vivo.

El contexto es la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, y la gente estaba aterrorizada no tanto por el horror intrínseco de la guerra, que sólo los soldados habían visto, sino por el poder desatado con las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Esto por un lado confirmó los miedos prevalentes a la ciencia, y por otro apareció uno nuevo, relacionado con la aparición de fuerzas desconocidas: ¿qué podía despertar un impacto de tanta potencia? ¿Qué mutaciones podría traer? La primera respuesta que trajo el cine fue “El monstruo del mar” (The beast from 20,000 fathoms), en 1953: una prueba atómica despierta a un dinosaurio que termina aterrorizando New York. Cuando finalmente logran herirlo, la sangre del dinosaurio contamina con gérmenes desconocidos la ciudad (aún en esta etapa, la literatura sigue jugando por detrás: la historia es de Ray Bradbury). Japón, que había sufrido el bombardeo en su territorio, tenía más miedo que nadie a la energía nuclear, y reaccionó inmediatamente a esa película con otra, en el año siguiente: Godzilla. Nuevamente hay una prueba atómica, nuevamente un dinosaurio despierta y destruye una ciudad, esta vez Tokyo: se trata de una alegoría clara a la destrucción propiciada por las bombas atómicas. Otras películas en esta línea fueron El mundo en peligro (“Them!”, 1954), donde la radiación esta vez agiganta a unas hormigas, y Surgió del fondo del mar (“It came from beneath the sea”, 1955), de un pulpo enorme despertado también por pruebas nucleares, con referencias a Pearl Harbor. Los viejos monstruos góticos fueron reemplazados por nuevos, más terribles, más cercanos a la nueva realidad, a los nuevos miedos. Si bien se puede decir que King Kong, con su mono gigante y sus dinosaurios, es quizás un precedesor a esta nueva forma del terror, en realidad esa película (de 1933) está inscripta en otro género, el del “mundo perdido”, obediente a descubrimientos arqueológicos de antiguos reinos como los de Troya, Asiria o Egipto. Un género que tiene su raíz también en la literatura, y un ejemplo muy claro es “El mundo perdido” de Arthur Conan Doyle, que habla de una expedición a una meseta venezolana donde encuentran dinosaurios y otros animales prehistóricos,  y que eventualmente tendría su propia película en 1925, dando un pie para King Kong. Pero esa es otra historia.
Fuera de las bombas atómicas, la Segunda Guerra trajo otro terror, abstracto, inquietante e invisible. Hay una frase de Roosevelt (es de 1933 pero nos sirve) que de alguna forma articula ese terror: “the only thing we have to fear is fear itself” (“a lo único que hay que tenerle miedo es al miedo mismo”). La Guerra Fría trajo el miedo a la infiltración comunista, ese miedo despertado por el macartismo de que la gente que estaba alrededor de uno podía ser “un enemigo del pueblo”, y también el miedo a la amenaza militar rusa, a lo desconocido que estaba “ahí afuera”. Un ejemplo de cómo estos miedos tomó forma en el cine de terror está en una película de 1956, La invasión de los usurpadores de cuerpos (“Invasion of the Body Snatchers”): en un pueblo, la gente comienza a sospechar que sus parientes y amigos son en realidad impostores. Al principio dije que las representaciones de la sociedad aparecían en estos trabajos “consciente o inconscientemente”, y este caso es de los segundos. Todos leyeron la paranoia de la Guerra Fría; uno de los productores escribió contra esa lectura:

La gente comenzó a interpretar trasfondos en películas que nunca fueron pensados de esa manera. La invasión de los usurpadores de cuerpos es un claro ejemplo de esto. Recuerdo haber leído un artículo de una revista arguyendo que la película se suponía una alegoría sobre la inflitración comunista en Estados Unidos. Por propio conocimiento personal, ni Walter Wanger [productor] ni Don Siegel, quien la dirigió, ni Dan Mainwaring, quien escribió el guión, ni el autor original Jack Finney, ni yo mismo vimos otra cosa que un thriller, puro y simple.

Sin embargo, la interpretación en el sentido político aún hoy es unánime (en 1993 en Estados Unidos fue seleccionada para ser preservada por su “significado estético, histórico o cultural”). El miedo está ahí, y aún en el caso de que sus hacedores no hubieran buscado conscientemente la alegoría, aparece de todas maneras: nadie escapa a lo que está en el aire en su tiempo, y los que están creando, sea arte o productos para el entretenimiento popular, son muchas veces los que canalizan más ostensiblemente esa atmósfera.

En este contexto, hay otra película importante para mencionar, “El enigma de otro mundo” (The Thing from Another World, 1951), donde se descubre una especie de planta extraterrestre en el ártico. Los científicos intentan entender el problema, pero su ineptitud termina liberando una amenaza contra la humanidad. Nuevamente ahí se juega el papel de la ciencia como un peligro ante las cosas que no puede entender, pero lo más importante es una idea que va a prevalecer como una metáfora tácita: los extraterrestres que quieren atacar a la tierra equivalen a los rusos que quieren atacar a Estados Unidos. La gente tenía mucho miedo del ataque de la otra gran potencia, que podía suceder en cualquier momento, y temía que su armamento, cuya tecnología era desconocida, pudiera superar a los fabricados en casa. Marte, el planeta rojo; Rusia, “los rojos”. La última línea de dialogo de la película dice “¡Miren el cielo! ¡No dejen de vigilar el cielo!”: el resto de la década vería la aparición de casi cien films de extraterrestres invasores. Uno de ellos se llama “Invasores de Marte” (Invaders from Mars, 1953), donde los extraterrestres controlan poco a poco a los habitantes de un pueblo: aquí se mezcla la idea del lavado cerebral comunista, la infilitración entre la gente conocida, y el ataque externo. Quisiera destacar que la trama de esta película vino dictada por un sueño, es decir, desde el inconsciente.
No faltará quien diga que poco a poco hemos pasado del cine de terror al cine de ciencia-ficción, pero estos dos géneros se confunden en un punto (una de las películas de terror más bellas, y creo que pocos querrán discutirlo, es Alien, un film de ciencia ficción). En todas las películas que mencioné se juega un componente importante de horror, un miedo que subyace y hace posible que la película funcione. Para terminar con los años ’50, quisiera destacar una última película, que también toma el tópico del miedo atómico. En “El increíble hombre menguante” (The incredible shrinking man, 1957), hay nuevamente una nube radioactiva que altera las proporciones, pero en vez de hacer gigante a un animal, hace pequeño a un hombre. A medida que decrece, el hombre se da cuenta que va quedando aislado: al principio se hace amigo de una enana de circo, y luego termina viviendo en una casa de muñecas; es interesante saber que en el libro original el hombre menguado tiene problemas con un pedófilo cuando mide un metro y hay tensión sexual con la niñera de dieciséis años de su hija cuando llega a los noventa centímetros. En la película hay un monólogo final, de tintes muy visiblemente existencialistas:

Sentí que mi cuerpo declinaba, se derretía, se hacía nada. Mis miedos se inmovilizaron y en su lugar llegó la aceptación. Toda esta vasta majestad de creación tenía necesariamente que significar algo, y por lo tanto yo mismo tenía que significar algo. Sí, más pequeño que el más pequeño, yo también significaba algo. Para Dios no existe la nada. Yo todavía existo.

Esta película de alguna manera va a introducirnos a la siguiente década, la década de Hitchcock y de Polanski, donde empieza a aparecer la profundidad psicológica, las películas de terror se hacen más intelectuales, pero no menos atravesadas por las circunstancias de su tiempo.