¿A qué le tenemos miedo? (Primera parte)

Alguna vez fantaseamos con Lorena con la idea de escribir una historia del cine de terror; sirva este texto como un primer acercamiento a ese proyecto.

ItalparkSiempre me resultaron un poco misteriosas esas largas colas que se formaban en los parques de diversiones alrededor de los juegos “de adrenalina”, por llamarlos de alguna manera. La gente pagaba esencialmente para sentir vértigo, miedo de caer, miedo de ser expulsado al vacío a grandes velocidades: en una montaña rusa, en un elevador en caída libre, en una máquina centrífuga gigante. Cuanto peor se habían sentido, más satisfechos salían, más ganas tenían de volver a intentarlo. Yo, inmune a estos conjuros, sentía en cambio algo similar con las pesadillas: si sufría en ellas, al despertar sentía el intenso placer de haber podido experimentar de una manera segura situaciones de peligro, de sufrimiento, de muerte. Deseaba volver a la pesadilla, deseaba que me ocurrieran otras pesadillas pronto. Una película de terror es un sucedáneo de estos estímulos: la gente busca sentirse mal, busca el miedo, busca padecer la amenaza de lo desconocido, de lo inasimilable, pero de una forma reversible: queremos, después de haber experimentado estos horrores, volver a la seguridad de la rutina. Una vista de pájaro a la historia del terror muestra que no siempre le tuvimos miedo a lo mismo, y estoy incluyendo a la literatura.

Y es que la historia del cine de terror continúa de alguna forma la historia de la literatura de terror, una comienza donde estaba la otra, y seguirán juntas y complementarias con los años, porque la busca del horror es indiferente al medio para encontrarlo. Podemos empezar pensando en el Frankenstein que publicó anónimamente Mary Shelley, o en las pesadillas de Poe, ambos en la primera mitad del 1800; fueron libros seminales, distintos a todo lo que se conocía. El final de siglo completó esa nueva visión del terror: Jekyll y Hyde en 1886; Drácula, en 1897; Otra vuelta de tuerca, en 1898; el Fantasma de la ópera, en 1909. La primera película de terror fue filmada alrededor de esos años: la Casa del Diablo, de Méliès, data de 1896. Esos libros son los más grandes que dio la literatura gótica, y sobre este miedo a lo sobrenatural que  manaba de sus hojas profundizaron las primeras películas, que abundaron en monstruos. El Jorobado de Notre Dame, el primer monstruo del cine, conoció cinco versiones entre 1909 y 1923; el Golem, tres, entre 1915 y 1920. En 1910 apareció un primer Frankenstein, y un Drácula no autorizado en 1922, el famoso Nosferatu de Morneau. En 1931 aparecieron simultáneamente el Drácula de Bela Lugosi, el Frankenstein de Boris Karloff, y la primera versión de Jekyll y Hyde, la de Mamoulian; el Fantasma de la ópera es de 1925. Esas películas, como los libros en los que estaban basados, eran en blanco y negro y en su gran mayoría eran mudas. Hubo otras películas fuera de este patrón que abrevaba en la literatura (notablemente “El gabinete del doctor Caligari”), pero lo gótico dominó el cine de terror de la primera parte del siglo XX: es claro que había una necesidad de poner en los nuevos términos visuales aquellos monstruos que sólo vivían en la imaginación de los lectores. Pero, ¿a qué le tenía miedo la gente en esa época? Para cuando se publicó Frankenstein, Shelley seguramente estaba bajo el influjo del vitalismo, y no hizo explícito el proceso de animación; el cine, un siglo después, al hacer que sea la electricidad la que da vida al monstruo, al hacer del doctor un científico soberbio, pone de manifiesto un nuevo miedo, relacionado con los avances del positivismo. Drácula, más cercano en el tiempo a sus versiones cinematográficas, muestra el miedo del Imperio Británico a las invasiones bárbaras, pero también el miedo de que la ciencia no dé cuenta de todo, que lo sobrenatural subyazca a todo intento de racionalización. Hay tinieblas, parecen decir esas películas, que la luz de Edison no puede disipar.

Pero quisiera volver a los parques de diversiones de la introducción: en Buenos Aires había uno, que yo frecuentaba de niño, el Italpark. Entre aquellos juegos que la gente buscaba para sentir miedo, había uno que nosotros conocíamos como “El tren fantasma”, pero que se llamaba “Gruta de los fantasmas”, y otro, un laberinto, el “Laberinto del Terror”; el propósito de los dos enclaves era producir susto de manera directa, con monstruos de cartón pintado, resortes sorpresivos, hombres disfrazados; sin duda este imaginario visual fue deudor de aquel primer momento del cine. Los artífices del Italpark eran, previsiblemente, italianos: en la ficha que franqueaba la entrada a los juegos podía leerse “Zanon hnos”, por los inmigrantes Adelino y Luigi. La historia del Italpark termina con el fin de la seguridad, termina con una muerte, termina cuando la ficción termina y entra la realidad. Los hermanos Zanon lo sabían bien: eran sicilianos, y la historia dice que, antes del éxodo hacia Sudamérica, trabajaron en Italia fabricando armamento para la Segunda Guerra Mundial. Fueron los horrores de esta guerra los que superaron para el mundo los horrores de las invenciones del cine, los que trajeron nuevos miedos, mucho menos visibles que los monstruos que ofrecía el período gótico, y que terminaron cambiando el rumbo de las películas de terror.