Harold Pinter

Los premios Nobel de literatura son siempre ocasión de polémica: que los más grandes nunca lo recibieron (se suele nombrar aquí a Kafka, a Joyce, a Borges, a Proust, a Tolstoi, a Nabokov), que siempre terminan “descubriendo” valores nuevos en países exóticos en vez de laurear a los obvios, que la postura política del candidato es más importante que su obra, que el jurado está lejos de ser “neutral”. Sin embargo, de vez en cuando, hay saldos positivos: la exposición, reedición, traducción, divulgación de un escritor de otra manera inaccesible es uno. Así me encontré yo con Harold Pinter. Desde que lo premiaron en 2005, por una razón o por otra me lo fui encontrando. Recuerdo con placer el discurso que dio al recibir el Nobel: cuando siempre los escritores dicen agradecidas intrascendencias, Pinter decidió fustigar sin pelos en la lengua la política exterior de Estados Unidos, con una arenga dura, precisa, comprometida sobre la ocultación de la verdad1. Ese fue mi primer contacto con Pinter, pero siguieron otros. Lorena, de fondo teatral, me recomendó alguna obra. Las que aquí se tradujeron a partir del premio fueron trabajo de Rafael Spregelburd, único autorizado por Pinter, de forma que mi indagación por Spregelburd también abrevó en Pinter. Una película que fui a ver (Sleuth) lo tuvo como guionista. Armando mi colección de películas sobre obras de Kafka, lo encontré también adaptando El Proceso. En la curiosidad acerca de cuál film (si Irreversible o Memento) había sido el primero en usar la técnica de contar de atrás para adelante la trama, encontré que en realidad un tercer film (Betrayal) tenía el honor. Y era de Pinter.
Ahora terminé de leer otro libro de esos de Losada que tienen varias obras, y Pinter me sigue pareciendo un dramaturgo muy interesante, deudor de Beckett, de Kafka, pero con voz propia. Las obras que se articulan en el volumen “La fiesta de cumpleaños” son todas indudablemente fechadas en el siglo XX, con ese fondo del horror del otro, la perturbación por la existencia lo no explicado, en una época donde se nos convence de que todo tiene su razón precisa. Por ejemplo: “Un leve dolor” trata de una pareja desequilibrada por la aparición de un viejo que no habla, que no contesta preguntas, que sólo es. Otros ejemplos parientes de esta metáfora con variantes se encuentran en Melville (“Bartleby el escribiente”, 1853), en Kafka (“Preocupaciones de un padre de familia”, 1919), en Gombrowicz (“Ivonne, la princesa de Borgoña”, 1935): cuando surge lo irracional, lo que no admite indagación, con una especie de horror vacui se proyecta un discurso incesante para tapar ese vacío, donde se pone de manifiesto el miedo a la locura, a la vejez, a la muerte, en fin, a lo inefable, a lo ininteligible.
Como siempre, dejo una línea para la traducción: está hecha en buen castellano coloquial de Buenos Aires, con muchos aciertos aunque no tan buena como la de “El montaplatos”. En nuestro mundo lingüístico, leer cualquier obra de estilo casual en neutro traiciona su esencia; cuánto más en este caso particular, donde lo cotidiano es el fondo necesario para la emergencia de la atmósfera pinteriana. La elección de Spregelburd, aunque sea excluyente a otros países hispanoparlantes, es la única solución posible.