Suena a Bach

A continuación traduzco un artículo de Douglas Hofstadter, autor del famoso “Gödel, Escher, Bach”.

Allá cuando era joven, cuando escribí “Gödel, Escher, Bach”, me hice la pregunta “¿alguna vez un programa de computadora podrá escribir música bella?”, y luego procedí a especular de la siguiente manera: “no aparecerán nuevos tipos de belleza a partir de música creada por programas que compongan. Pensar -y he escuchado gente que sugiere tal cosa- que pronto seremos capaces de manejar una caja de música de escritorio, producida en masa, pedida por correo a veinte dólares, que traiga desde su circuitería estéril piezas que Chopin o Bach hubieran escrito de haber vivido más tiempo es un grotesco y una vergonzosa subestimación de la profundidad del alma humana”. Y seguí así en esta vena.
¿Qué hago con esas especulaciones ahora, un cuarto de siglo después? No estoy muy seguro. He estado enfrentado por varios años ya a este problema, y todavía no tengo una solución clara.
En la primavera de 1995, llegó a mis manos el libro “Computers and Musical Style”, de David Cope, un profesor de música de la Universidad de California, en Santa Cruz, y en sus páginas vi una mazurca supuestamente en el estilo de Chopin, escrita por el programa de computadora de Cope llamado EMI (abreviación de Experiments in Musical Intelligence, “Experimentos con la Inteligencia Musical”). Esto me intrigó porque, habiendo tenido en gran reverencia a Chopin durante toda mi vida, daba por cierto que nadie podía meterme el perro en esta materia. Así que fui derecho a mi piano y toqué a primera vista la mazurca de EMI varias veces, con creciente confusión y sorpresa.
Pese a que percibí un par de fallas aquí y allá, estaba asombrado, porque la pieza parecía “expresar” algo. Si me hubieran dicho que había sido escrita por un humano, no habría tenido dudas de su expresividad. Sonaba un poco nostálgica, había algún sentimiento polaco en ella, y no parecía en modo alguno plagiada. Era nueva, era indudablemente chopinesca en su espíritu, y no adolecía de vacío emotivo. Estaba anonadado en verdad. ¿Cómo podía salir música emocional de un programa que nunca escuchó una nota, nunca vivió un momento de vida, nunca tuvo emociones de ningún tipo?
Más me enfrentaba a esto, más perturbado me sentía, pero también más fascinado. Había una paradoja antiintuitiva aquí, algo que obviamente me había pescado con la guardia terriblemente baja, y no era mi estilo negar el tema y denunciar a EMI como “trivial” o “amusical”. Hacer tal cosa hubiera sido cobarde y deshonesto. Iba a enfrentar esta paradoja cara a cara, iba a enfrentarme a este extraño programa que amenazaba con desbaratar el carro de manzanas que sostenía muchas de mis creencias más antiguas y profundamente apreciadas sobre lo sagrado de la música, sobre la música como el más íntimo santuario del alma humana, la última cosa en tambalear en la carrera vertiginosa de la inteligencia artificial hacia el pensamiento, el entendimiento y la creatividad.
Si sólo hubiera leído acerca de la arquitectura de EMI y no hubiera escuchado nada de sus resultados, no le habría prestado mayor atención. Pese a que Cope ha puesto muchísimo más trabajo en EMI que lo que la mayoría de los investigadores de inteligencia artificial han hecho en cualquier otro proyecto, sus principios básicos no me sonaban radicalmente nuevos para mí, o prometedores para el caso. Lo que hizo toda la diferencia para mí fue escuchar cuidadosamente las composiciones de EMI.
En los meses que siguieron, dicté conferencias sobre EMI en muchos lugares de Estados Unidos y Canadá, y lo que me sorprendió de verdad fue que raramente alguien del público parecía perturbarse por el golpe que Cope daba a la creatividad artística: raramente alguien parecía sentirse amenazado o preocupado en absoluto. Yo, por otro lado, sentía que algo de la profundidad de lo sublime de la mente humana me estaba siendo robado. Me parecía de alguna forma humillante, incluso pesadillesco.
El principio más profundo que subyace a EMI es lo que Cope llama “música recombinante”: la identificación de estructuras recurrentes de varios tipos en la producción de un compositor, y la reutilización de esas estructuras en nuevos arreglos, de forma de construir una nueva pieza “del mismo estilo”. Uno puede así imaginar que si uno alimenta al programa con las nueve sinfonías de Beethoven, EMI devuelve la Décima.

En mis conferencias sobre EMI, casi siempre dejo que el público escuche un puñado de piezas a dos voces. Se les advierte que hay al menos una pieza de Bach en el grupo, y al menos una pieza de EMI en el estilo de Bach, y que deben intentar reconocer cuáles son de quién (o de qué). Luego de que se han ejecutado todas las piezas, le pido al público que vote. Usualmente, la mayor parte del público acierta con Bach, pero usualmente es una mayoría de sólo dos tercios, con cerca de un tercio que no acierta. Y de ninguna manera es el público menos sofisticado el que hace las clasificaciones equivocadas.
EMI evoluciona: es un blanco que se mueve. Cope comenzó a trabajar en su programa en 1981, y en todos estos años no lo ha dejado. Las primeras piezas de EMI son, como las de cualquier compositor inmaduro, intentos bastante amateurs, pero las producciones más tardías suenan cada vez más impresionantes, y Cope se ha vuelto más y más ambicioso con el tiempo. Mientras que al principio estaba orgulloso de la producción de EMI de dos invenciones a dos partes y mazurcas cortas, ahora tiene a EMI componiendo sonatas completas, conciertos y sinfonías. Incluso hay una “ópera de Mahler” encaminada ahora, algo que ciertamente sería un desafío para cualquier humano que lo intentara.

¿Dónde iremos a parar en veinte años más de trabajo duro? ¿Y en cincuenta? ¿Cuál va a ser el estado del arte en 2084? ¿Quién (si es que podrá haber alguien) será capaz de distinguir “lo verdadero” de la basura? ¿Quién sabrá, a quién le importará, quién protestará a voz en cuello que el último (pese a ser el más ínfimo) círculo del centro del estilo no ha sido alcanzado (y puede que nunca lo sea)? ¿Qué importancia tendrán estos detalles insignificantes, cuando obras maestras de Bach y Chopin aplaudidas por todos salgan ingentes de una circuitería de silicona a un ritmo más rápido que el H2O que se derrama desde los bordes del Niágara? ¿Y esa prodigiosa nueva Edad de Oro de la música no será “en verdad algo bello” (como me han dicho en una de las conferencias)?
Consideremos la “décima sonata de Prokofiev”, como la llama Cope. En sus notas internas al primer CD de EMI, llamado “Bach by Design”, Cope escribió: “esta sonata de Prokofiev, compuesta por una computadora, fue terminada en 1989. Su composición fue inspirada por los intentos del mismo Prokofiev de componer su décima sonata de piano, un intento coartado por la muerte. Como tal, representa otro de los muchos usos potenciales de programas como EMI (es decir, poder completar obras inconclusas)”. Para mí, ese comentario raya en la blasfemia.
Lo que a mí me preocupa acerca de las simulaciones por computadora no es la idea de que nosotros podamos ser máquinas: hace mucho me he convencido de tal cosa. Lo que me perturba es la noción de que las cosas que me tocan más profundamente (piezas de música, mayormente, que siempre las he pensado como mensajes directos de un alma a otra) puedan ser efectivamente producidas por mecanismos miles, si no millones, de veces más simples que la intricada maquinaria biológica que sostiene el alma humana. Esta perspectiva, que aparece más vívida e incluso cercana con el desarrollo de EMI, me preocupa enormemente, y en mis estados de ánimo más bajos, he articulado tres causas para el pesimismo:
1) Chopin (por ejemplo) es mucho más superficial que lo que creía.
2) La música es mucho más superficial que lo que creía.
3) El alma/mente humana es mucho más superficial de lo que creía.
Voy a comentar brevemente estos puntos. Respecto al primero, puesto que las piezas de Chopin me han emocionado hasta el fondo durante toda mi vida, si resulta que EMI puede emitir una pieza tras otra que me “habla como Chopin”, entonces me vería forzado a repensar retrospectivamente todo el significado que yo estaba convencido de haber detectado en la música de Chopin, porque no podría ya tener fe en que sólo podría haber salido de las profundidades de lo humano. Tendría que aceptar el hecho que Frédéric Chopin pudo haber sido apenas un artesano extraordinariamente hábil, más que el artista de sentimientos profundos cuyo corazón y alma estaba seguro de conocer desde que era niño.
Esta pérdida sería una fuente inconcebible de pena para mí. En un sentido, la pérdida que acabo de describir no sería peor que la pérdida del segundo punto, ya que Chopin siempre simbolizó el poder de la música como un todo, para mí. Sin embargo, supongo que arrojar a todos los grandes compositores por la ventana ha de ser más problemático que tener que arrojar sólo uno.
La pérdida descripta en el tercer punto, por supuesto, sería la mayor afrenta a la dignidad humana. Equivaldría a la aceptación de que todo “el poder de computación” que reside en las cien mil millones de neuronas del cerebro humano y sus cerca de diez cuadrillones de conexiones sinápticas pueden ser puenteadas con un puñado de chips de última tecnología, y que todo lo que se necesita para producir las explosiones artísticas más poderosas de todos los tiempos (y muchas más de idéntico poder, sino más) es una fracción nanoscópica de eso. Y que todo eso puede ser logrado, muchísimas gracias, por una entidad que no sabe nada de saber, ver, escuchar, paladear, vivir, morir, luchar, sufrir, envejecer, añorar, cantar, bailar, pelear, besar, esperanzarse, temer, ganar, perder, llorar, reír, amar, esperar o cuidar.
Pese a que muchos podrán saludar la llegada de esto como “en verdad algo bello”, el día cuando la música final e irrevocablemente sea reducida a un patrón sintático será, para mi forma anticuada de ver las cosas, un día ciertamente muy oscuro.