Carver y Lish

Se decía, se sigue diciendo, que Shakespeare no era Shakespeare. Es decir, que ese campesino que le dejó su segunda mejor cama a su viuda Anne Hathaway, que tuvo tres hijos, y que murió en su casa de Stratford-upon-Avon, no fue el semidiós que escribió Hamlet, Macbeth y King Lear. Ahora se dice también que Carver tampoco fue quien escribió las obras de Carver, o mejor dicho, que Carver fue afinado, corregido, suprimido, reescrito, inventado por Gordon Lish, su primer editor. Todo empezó como un rumor, a fines de los ’90, desde el New York Times; Alessandro Baricco lo escuchó y quiso saber qué verdad había en él. Se fue a un lugar casi secreto de Estados Unidos, leyó los originales, leyó las correcciones, escribió asombrado en La Repubblica un artículo (“L’uomo che riscriveva Carver”), donde copió el final de “Tell the Women We’re Going” (“Avisales a las mujeres que nos fuimos”), tal como todos lo conocimos, y lo comentó con admiración:

Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortal. Un médico en su millonésima autopsia hubiera expresado más emoción. Puro Carver. Un final fulminante, y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y escalofriante. Esa idea de velocidad impetuosa, ese tipo de mirada impersonal, próximo a lo inhumano, se convirtieron en un modelo, casi un tótem. Escribir ya no fue lo mismo, después de que Carver escribió ese final.

Y luego lo inevitable:

Bueno, ahora una novedad. Ese final no lo escribió él. La última frase, esa espléndida, totémica última frase, es de Gordon Lish.

Gordon Lish, ya lo dije, era el editor de Carver. El autor de Seda leyó las pruebas, y vio que Lish “había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos”. Luego Baricco intentó salvar lo ya insalvable, al doblemente muerto Raymond Carver, pero esa es otra historia. Luego del artículo del New York Times todo lentamente se fue desmoronando, y hoy las cartas y las llamadas se apilan sobre Anne Hathaway, preguntándole si realmente Carver era Carver o Gordon Lish o quién. Tess Gallagher (la viuda ahora se llama así), cansada del rumor, del desprestigio, quiere publicar los cuentos de Carver tal y como los escribió él, pero no la dejan: en Estados Unidos no quieren destruir a un prócer, y así se lo dijeron sus Guardianes. Con todo, se las arregló para exponer hace pocos meses en el New Yorker uno de los cuentos en borrador, el que todos leímos como “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, y que Carver originalmente había llamado “Principiantes”. Los cambios van mucho más allá del título: el fino editor tachó extensísimos párrafos, cambió de nombre a la mitad de los personajes, desvió el foco de la fábula, escribió otro final. Para los curiosos, traduje el cuento original, junto con las correcciones de Gordon Lish, frente a quien me saco el sombrero. Las correcciones son lo que llamamos Carver; el hombre inseguro que se llamaba también Raymond Carver no estaba de acuerdo con esas marcas, pero Lish sabía más, conocía quién era Carver como lo entendemos hoy. Y hoy Gordon Lish no quiere la gloria, se esconde, prefiere el silencio, prefiere, como Baricco, como todos, que Raymond Carver se salve.