Decir casi otra cosa

Finalmente se publicó en español el libro Dire quasi la stessa cosa (aquí “Decir casi lo mismo”), un libro sobre traducción escrito por Umberto Eco, y traducido por su lamentable traductora, Helena Lozano Miralles. Ya he escrito sobre el tema hace poco; quisiera agregar algún aspecto más.
Eco defiende un paradigma de traducción “negociador”, en el cual el traductor se atiene lo más posible a la letra, pero cuando hay referencias culturales o lingüísticas que el lector de la versión traducida puede no captar, han de ser reemplazadas por creativas equivalencias locales. Los ejemplos son mayormente sacados de las traslaciones a diversos idiomas de las obras de Eco; tomemos uno: si en L’Isola del Giorno Prima el náufrago hace una cita velada a algún texto italiano, la traducción española tiene que hacer referencia a un escritor ibérico, la inglesa a un escritor británico, y así. De esta manera, el lector de la obra traducida puede estar en las mismas condiciones de “pescar” el guiño.
Ahora bien, por un lado, cuando se trata de un escritor de la talla de Eco, uno sabe quien escribe. Uno lee pensando en que cada palabra estaba puesta originalmente por Umberto Eco: uno no espera ninguna oscura referencia a un escritor español, simplemente porque sabe que Eco es italiano. Sabe que el traductor debería ser sólo el mensajero imperceptible del rey, del cual uno no debería saber siquiera la nacionalidad, y un lector culto se sentiría defraudado si pescara tales referencias, porque las sentiría como una sustitución fraudulenta. Poco importa si históricamente es verosímil que un personaje de la historia en cuestión cite literatura española: lo que importa es que para el lector culto, destinatario del guiño, es improbable que Eco pueble un libro de remisiones hispanas, porque uno ya sabe que libros como Foucault, La Isla o Baudolino son libros artificiales, guiños literarios del tamaño un volumen, escritos por el piamontés Umberto Eco. Uno espera un Eco filtrado por el idioma, enturbiado por el cambio de cultura, no un Eco emparchado de Lozano Miralles. ¿O los españoles deberían aspirar a una reescritura de Ulysses traspuesta a Madrid, para así no sentirse fuera del mundo dublinés? ¿Las Mil y una Noches protagonizadas por los mozárabes? ¿La Guerra y la Paz en la España de José I? Creo que se entiende el punto.
Por otro lado, como escribí en el otro texto, esta idea promulgada por Eco en el libro y repetida en casi cada traducción de sus libros está agraviada porque la elección de los substitutos está dejada al gusto y saber del traductor de turno, que no son justamente Umberto Eco, y que, peor aún, particular y miserablemente en nuestro caso es Lozano Miralles. Una de las justificaciones del libro a este tipo de suplencias es el caso de James Joyce: para traducir el intraducible Finnegans Wake a la lengua del Dante, Joyce mismo lo reescribió en italiano, sin atenerse al pie de la letra del original, tratando de producir el mismo efecto en los italianos que lo que había logrado con los angloparlantes. Sobra agregar que Joyce en persona fue el traductor, o más bien, el escritor de la obra, ya que no es tanto una traducción como, ya lo dije, una reescritura con apuntes (inspirado en esta factura, García Tortosa intentó hacer lo mismo en español con “Anna Livia Plurabelle”, un capítulo del mismo libro, pero ya se puede prever nuevamente que Tortosa no es Joyce).

Bueno, terminado el libro, me quedan dos sensaciones opuestas, complementarias. Primero, Eco realmente (igual que Joyce) ha enterrado clandestinamente miles de juegos literarios en sus libros. Sólo un estudiante de postgrado que necesite una tesis -la sugerencia es de Eco- podría pescarlos con cierta integridad. A la barrera lingüística y cultural se le agrega la barrera de la erudición, y por qué no la del capricho y la pedantería. En la ficción de Eco nos queda resignarnos a las tramas, ya que la prosa está bastardeada por la traductora de turno, y las referencias, perdidas o cambiadas. De las tramas mismas, bueno, mejor ni hablemos: por lo menos los tres últimos libros han puesto mi paciencia a prueba, y en alguno no ha salido airosa.
Segundo: releo lo anterior, especialmente lo que respecta a la erudición y la escritura hermanada a un lenguaje, y bien podría aplicarse a nuestro Borges, quien también tenía su credo de traductor, dicho sea de paso. Si bien es grande la aprehensión que deja saber lo lejos que uno está de Eco, igualmente grande es la gratitud de poder disfrutar de Borges en primera mano: lingüística, sí, pero también culturalmente. Eco, por más español que sepa, por más erudito que sea, nunca disfrutará de los diarios de Bioy como lo podemos hacer nosotros.