La isla de una traductora

Me quejé de Helena Lozano Miralles más de una vez en este sitio. Para quien no la conoce, es quien nos hizo llegar las obras más conocidas de Umberto Eco a los hispanoparlantes; sus traducciones siempre deciden ignorar a los latinoamericanos, quienes tenemos que vadear el barro de su prosa aliñada de vocablos y dialectos peninsulares. Me ha complacido comprobar que en el último libro de Eco publicado aquí (“A paso de cangrejo”) esta malversadora ha sido sustituida por una española más digna. Pero estoy empezando por el final; debería comenzar contando que fracasé innumerables veces, en distintos puntos, con “La isla del día de antes” (tercera novela de Eco) a causa de su lenguaje, muchas veces ininteligible. Sé que la idea de Eco era alternar dos registros lingüísticos, uno de los cuales quería ser el remilgado barroco del siglo XVII, pero la versión en castellano, opaca en párrafos enteros, profusa en sus arcaísmos, me vencía. Con ánimos renovados, torné al ataque; con ánimos renovadamente frustrados, torné a las fuentes, es decir, al italiano original. Bastó cotejar uno o dos ejemplos del primer capítulo para comprobar la sospecha: Helena es tan infiel como la mitológica parónima griega. Pero es un tipo especial de infidelidad; paso primero por algún ejemplo. Luego de discurrir sobre diversos términos técnicos navales usados por el protagonista en concomitantes idiomas, el narrador termina dejándolos de lado para contar la historia sin más:

Eco:

Tanto che prendo una decisione: cercherò di decifrare le sue intenzioni, e poi userò i termini che ci sono più familiari. Se mi sbaglio, pazienza: la storia non cambia.

Esta última parte significa, literalmente, “usaré los términos que son más familiares; si me equivoco, paciencia: la historia no cambia”. En cambio, Lozano Miralles no fue feliz con ese laconismo, y prefirió la paráfrasis:

Helena:

Tanto que he tomado una decisión: intentaré descifrar sus intenciones y luego traduciré usando los términos que me resultan más familiares, pues me ha parecido pasar estas y otras menudencias, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.

¿Por qué? Hace pocos años Eco había escrito que “traducir quiere decir comprender el sistema interno de una lengua y la estructura de un texto dado en dicha lengua, y construir un duplicado del sistema textual tal que, bajo una cierta descripción, pueda producir efectos análogos en el lector, sea en el plano semántico y sintáctico, o en el plano estilístico” (“Dire quasi la stessa cosa. Esperienze di traduzione”, 2002). Al igual que en Baudolino, la lengua es parte fundamental de la obra; en éste se habla una especie de romance medieval, mientras que en La Isla todo está contado en un italiano del siglo XVII que Lozano Miralles reemplaza con el barroco español heredado de Góngora y Quevedo, mezclado con algo de Cervantes. A fin de lograr este efecto, cambia palabras que en italiano son cristalinas, por otras que en nuestro castellano son rebuscadas o pretenciosas. Ejemplo:

Eco:

Agitato, sognò il suo naufragio, e lo sognò da uomo d’ingegno, per cui anche nei sogni, e soprattutto in quelli, bisogna fare in modo che le proposizioni abbelliscano il concetto, che i rilievi lo ravvivino, le misteriose connessioni lo rendano denso, profondo le considerazioni, elevato le enfasi, dissimulato le allusioni, e le trasmutazioni sottile.

Esa última secuencia, que podría fácilmente traducirse por “las proposiciones embellezcan el concepto, que los relieves lo reaviven, las misteriosas conexiones lo vuelvan denso, profundo las consideraciones, elevado los énfasis, disimulado las alusiones, y las transmutaciones, sutil”, fue retorcido para quedar así:

Helena:

Agitado, soñó su naufragio, y lo soñó como hombre de ingenio, por lo que incluso en sueños, y sobre todo en ellos, ha de hacerse de suerte que las proposiciones hermoseen el concepto, que los reparos lo aviven, las conexiones misteriosas lo hagan preñado, profundo las ponderaciones, salido los encarecimientos, disimulado las alusiones, y las transmutaciones sutil.

En otros casos decidió aferrarse a la palabra italiana original para buscar una palabra casi igual en español para lograr un color anómalo:

Helena:

Alpes espumosos dentro de lúbricos sulcos con mieses si no espumas.

cuando

Eco:

Alpi spumose entro lubrici solchi che hanno le schiume trasformate in messi.

“Sulco” es un arcaísmo deliberado por “surco”, porque se parecía más al vocablo a traducir. Nada para decir de la forma enrevesada que escribe la simple expresión “surcos que han transformado la espuma en mieses”.
Basta con estos ejemplos; no estoy diciendo que Helena hizo esto a espaldas del escritor, ya que seguramente Eco trabajó con ella y le pidió que escribiera en esta vena. Es claro que Eco pretendía ese “duplicado del sistema textual que produzca efectos análogos en el lector en el plano estilístico”, y le encargó la tarea a Lozano Miralles: no se puede esperar que una novela narrada en un idiolecto de 1643 se narre en un español neutro adecuado para nosotros, los latinos. El problema (que es compartido por las traducciones joyceanas) es la recreación, o mejor dicho, quién recrea. Una cosa es Umberto Eco, el semiótico, con su gran erudición en literatura italiana, con su bagaje lingüístico a su favor, imitando con fina pluma y buen gusto un estilo arcaico, en fin, una cosa el escritor de la obra original, y otra muy distinta es una oscura traductora española pretendiendo hacer equilibrio entre una mala imitación de Quevedo y una adhesión literal a las voces italianas originales. Y no es que tenga nada contra el uso del español peninsular: leo a los escritores españoles de principios del siglo XVII y me deleito con su uso de la lengua y el “divino ingenio de estos cavalleros”; los malos ejercicios de anacronismos de Helena no son malos porque es Pierre Menard escribiendo el Quijote en el siglo XX, sino porque Helena es mala escritora, porque no es Neruda traduciendo a Shakespeare, no es Borges traduciendo a Whitman. He revisado en otros textos a ese Borges traductor: si bien uno está recibiendo una obra “marcada” por quien la traslada, el resultado es bueno porque justamente esta marca es buena. Simplifiquemos el problema, saquemos del medio a estos libros complejos lingüísticamente, y observemos los otros de Eco que tradujo Helena, digamos, los de crítica o el reciente y prosaico La misteriosa llama de la reina Loana: el trabajo no es menos inepto ni menos pretencioso. Ni menos localista: no tiene problemas en admitir que consideró llevar la historia de Loana, notablemente armada sobre el contexto histórico de la Italia fascista, a una reinvención situada en la España de Franco. Entonces, ¿a quién estamos leyendo? Tal vez esto esté bien para los españoles, pero entonces nosotros, en América, merceríamos una traducción a nuestra habla, salvo que Helena pretende que su traducción sea la única para toda Iberoamérica. Por eso el alivio de volver a encontrarse con María Pons Irazazábal como traductora de los últimos libros de Eco, por eso el enojo cada vez que vuelvo a la relectura de su Isla.