Tres Macedonios

“…ni los metales de la gloria ni la gran sombra del macedonio se parecen al modesto hombre gris que hilvana estas líneas” (“El Congreso”, Jorge Luis Borges)

El primer Macedonio Fernández del que tenemos noticia es oral. Nos lo cuentan los que estuvieron con él, o los que hubieran querido haber estado con él. Nos lo cuenta Borges, que lo inventa como un Sócrates porteño, rodeado de discípulos, hablando en las oscuridades de La Perla. Macedonio empezaría diciendo “che, vos habrás observado, sin duda”, y luego seguiría con algo extraordinario, que nadie había observado antes. La leyenda que construye Borges en sus conversaciones lo quiere humilde, tácito, genial, de un humor insólito; le presta un chiste de su primo (“había tan poca gente que si falta uno más ya no cabe”) y lo hace el centro de los martinfierristas. El primer Macedonio es oral porque nos llega oralmente a través de Borges y porque Borges lo dotó de magia oral, dictaminando que quien no lo había oído hablar no podía inferir su genio a través de lo que Macedonio había escrito. Borges lo priva así de la escritura, “confusa e incomprensible”; lo pone en fuga en diversas pensiones de Buenos Aires, donde hace que se olvide de pilas de papeles con sus manuscritos, poco importantes para Macedonio, es decir, para Borges. En esa fantasía, Macedonio, al igual que Sócrates, no valora la escritura; muerto Borges, queda ese ícono, sin relación con los libros de Macedonio. Así, Bioy Casares puede escribir en su diario:

Veinte años hará
lloré la muerte de Macedonio.
Nos dejó unos libros
que mandan su fama al demonio.

La lenta publicación de la obra completa de Macedonio Fernández parece confirmar este carácter de ilegibilidad, pero eso acaso sea porque los argentinos leemos a la sombra de Borges.
El segundo Macedonio Fernández es escrito. Nos llega a través de otro gran lector, Ricardo Piglia, cuya obra está surcada por Macedonio como una nervadura. Nos llega escrito en Piglia, ese Macedonio escrito: la prosa de Macedonio, que para Borges es abstrusa, ininteligible, para Piglia es su mejor virtud. imagePiglia escribe sobre “el fraseo macedoniano; los verbos en infinitivo; el hipérbaton”, ese “idiolecto”, esa “lengua cifrada y personal”, que representa inasiblemente el sonido, el ritmo del hablar argentino, como una guitarra criolla. La extrañeza como marca de un gran estilo, uno de los dos más grandes estilos literarios argentinos, junto con el de Arlt. Si Borges forja el castellano más preciso posible, Arlt y Macedonio son los revolucionarios de la lengua, los que escriben como extranjeros, subvirtiendo el castellano, transformándolo a golpes de originalidad, innovándolo.
El tercer Macedonio Fernández, quizás el más verosímil de los tres, viene en su biografía, que quiere ser definitiva, la de Alvaro Abós (“Macedonio Fernández: la biografía imposible”). Visiblemente encariñado con su biografiado, dispuesto a demoler la imagen que nos legó Borges, Abós no duda en desvestir a Macedonio de sus cualidades míticas. Lo escribe meticuloso con sus escritos, que nunca quedan olvidados en ninguna pensión: si Borges disculpa la carestía de los libros por la negligencia de Macedonio, Abós remarca que son la labor consciente de incontables y estudiosos años. La biografía reduce el número de pensiones, reduce sus intervenciones tutelares en Borges, rescata sus libros por su valor filosófico (en vez de las razones estilísticas que aduce Piglia), y la admiración incondicional que le profesaban sus contemporáneos: Raúl Scalabrini Ortíz, Ramón Gómez de la Serna, Oliverio Girondo y Norah Lange, Juan Ramón Jiménez. El Macedonio de Abós se parece al libro de Abós: plano, melancólico, despojado de Borges, rayano en lo intrascendente. Este Macedonio ya no es leyenda, ya no es un revolucionario ni un líder de revolucionarios: es sólo un viejito viudo y enamoradizo, con una obra en constante ebullición que no parece ir a ninguna parte.

Macedonio Fernández admite esas tres lecturas; probablemente admita más. Sus libros están ahí, esperando, menos interesantes que su figura, que es, junto a Borges, Oliverio, Victoria, Xul, parte de la mitología literaria bonaerense. Macedonio Fernández tiene un nombre extraordinario y un apellido de lo más común. Quizás esa oposición sea la metáfora que mejor lo (in)defina.