Estebancito Maravilla

En 1985, cuatro de los más grandes exponentes de una nueva forma de hacer música se reunieron para hacer una performance harto discutida para la entrega de los premios Grammy: se trataba de Howard Jones, Stevie Wonder, Thomas Dolby y Herbie Hancock. En los entretelones de la reunión ocurrió una anécdota mágica, que revivió hace unos pocos días Dolby en su blog. Se les había encargado grabar el himno nacional estadounidense, y Thomas Dolby fue a buscar a Stevie Wonder en busca de ideas. Traduzco las palabras de Dolby:

Eventualmente encontré a Stevie. Estaba completamente solo, en una habitación tipo ático, en el piso superior del edificio, llena de viejos archivos y papeles. Estaba de rodillas, tocando un destruido piano vertical.
Anuncié mi presencia, y le recordé que todavía teníamos que grabar el himno. Le pregunté si tenía algunas ideas para el tema. Le dije “¿qué te parece un ritmo bien lento y sensual de batería, y desplegarlo arriba de eso?”. Stevie pensó por un momento, y dijo: “No. Marvin [Gaye] una vez hizo eso. Lo cantó así en un partido de estrellas de la NBA, y ¿sabés qué? Nunca volvieron a pasar a Marvin en la televisión hasta que murió. Porque todos los ejecutivos del medio no pudieron tolerar a un negro cantar una versión soul sensual del Himno Nacional”.
Bueno, pensé, no fue una buena idea. Pero la imagen de Marvin, uno de mis cantantes preferidos de todos los tiempos, escandalizando a tevelandia en su propio e inimitable estilo, era demasiado. Así que dije “¡guau, eso tuvo que haber sido realmente extraordinario! ¿Cómo lo cantó?”
La cabeza de Stevie dejó de moverse, y por unos pocos segundos se quedó completamente quieto. Después sus dedos lentamente encontraron las teclas del piano, y empezó a tocar y cantar. Cantó la canción hasta el final. Por esos dos minutos no creo que mi corazón latiera en absoluto. No podía respirar. Juro que si mis signos vitales hubieran sido monitoreados, se hubiera visto una línea plana.
Stevie estaba simultáneamente recordando la canción, traduciendo los acordes a un estilo de gospel, y tocando de memoria, sino acaso los mismos yeites, al menos el espíritu y el sentimiento de la performance vocal de Marvin de dos años antes. Su único público era yo, tirado en un rincón del polvoriento ático. Y cada línea que escuchaba era tal que yo (o cualquier otro cantante del planeta) hubiera dado mi ojo derecho por tenerla.

Raramente la emoción de escuchar música me llega así al leer una anécdota. Para otros queda la discusión del impacto racial del himno cantando por un negro; yo hoy prefiero esa cosa visceral que es el recuerdo de una interpretación única, que yo nunca escuché, pero que me puso la piel de gallina.