Mondovino

Una visita atolondrada a Cafayate me reveló para siempre que el precio de una botella tiene menos relación con su contenido que con su etiqueta. Arriba de esa módica verdad que ya todos manejan, la torre de Babel de los entendidos. Basta leer la “contratapa” de un vino para saborear esa prosa estandarizada (“en boca, complejo: reflejos de frutos del bosque”) que hace las delicias de ese aspirante (en los dos sentidos) a sommelier que hay en cada hombre de mesa que ostente buen gusto etílico. De este esnobismo -criticado o divulgado ambiguamente aquí por Miguel Brascó- parte Jonathan Nossiter, sommelier y cineasta, para desgranar Mondovino, que todos leyeron como una película sobre los efectos perniciosos de la globalización. Luego de asistir a la exposición laberíntica de una novela de buenos y malos, sacamos esto: un estadounidense (Robert Parker) cata vinos y dicta en una página impresa cuáles son buenos y cuáles malos, según su criterio. De su arbitrio depende la ruina o la fortuna de sus catados; los productores de vino se desviven, consecuentemente, en complacer su paladar. La herramienta de esta pacificación es un asesor que sabe cómo hacer que los vinos saban como Parker quiere: Michel Rolland. Si Parker espera sabor a roble, toda finca utilizará dicha madera en la maduración de sus vinos, pese a que ancestralmente nunca haya sido así. Lentamente, los diversos vinos se parecen sospechosamente a un solo vino platónico, el que describe el gusto de Parker, un dictador estadounidense que quiere pasar por democrático, que vota en contra de Bush hijo pero exhibe cuadros autografiados por Bush padre o por Reagan. Naturalmente, contentar al déspota insume dinero, y hay mafias (representadas aquí por los Mondavi) que lo detentan, comiéndose a los “provincianos que no saben modernizarse”. El film, que se propone documental, es en realidad una fábula (toda simplificación de un proceso así de complejo tiende a serlo), ejecutada por actores involuntarios que discuten entre sí sin saberlo, y la moraleja nos es inoculada invisiblemente por nuestro políglota demiurgo Nossiter. Sorprende que la crítica (que no sabe diferenciar Cafayate de Calafate, que confunde enología y etnología) encuentre tal moraleja sorprendente, o nueva: desde No Logo (2000) nosotros el vulgo sabemos cómo funcionan las cosas ahora. En la detallada exhibición (pienso en los perros que pormenoriza la película) o en los nombres propios es donde encontramos algo de diversión o un justificiero alivio, respectivamente.