King Lear, encore

Releyendo a Pessoa nuevamente, me reencontré con un poema que dice más o menos “de nada, nada se saca, a la nada, nada se da” (de nada nada se tira, a nada nada se dá), y creo que seguramente Pessoa pensaba, consciente o inconscientemente, en el Rey Lear, en el momento en que todo comienza a caer:

CORDELIA Nothing, my lord.
KING LEAR Nothing!
CORDELIA Nothing.
KING LEAR Nothing will come of nothing: speak again.

“Nada saldrá de nada” reprende el rey a su hija. Doy vuelta la idea, y me pregunto qué se puede sacar de todo. La semana pasada fui a ver la puesta de esta obra propuesta por Jorge Lavelli en el Teatro San Martín -que cuenta con un sorpresivo Urdapilleta en el papel principal- y la respuesta a mi pregunta es la previsible: sólo parte se pudo sacar de un todo tan jugoso como “King Lear”. Rápidamente diré que la puesta fue correcta (con varios aciertos), que los actores, especialmente Urdapilleta, se mostraron a la altura de la circunstancia, que Roberto Carnaghi es una persona muy querida por el público. Ahora, a lo que me interesa: dos aspectos hicieron que la tragedia no me haya movido con la fuerza del original.
En primer lugar, el lenguaje. No es posible que en Buenos Aires se siga hablando de tú. Y no me vengan con alguna recriminación de la pureza del lenguaje, ya que es un argumento falso en dos sentidos: por un lado, el lenguaje (y su sospechada pureza) es un fenómeno local, por otro, en la obra se evitó el uso del “vosotros” por considerarlo ajeno a nuestra habla, de modo que fue un purismo “latinoamericano”, digamos, el que movió a Lavelli a utilizar esa famosa entelequia del castellano neutro. Ahora, cuando una obra apela al alma, directamente, yo no quiero intermediarios. No quiero traducciones, ni atenuantes. Evitar el voseo en el Río de la Plata lava los discursos y los cubre de una respetuosa pátina de formalismo innecesario. ¿No es hora ya de este tipo de acercamientos? Ése podría bien haber sido el gran acierto de Lavelli, si se hubiera animado. Creo sinceramente que tal osadía no hubiera importado peligro alguno: las obras de Shakespeare se prueban resistentes a casi toda mutación, incluso a la devoción excesiva. La veneración que se le suele prodigar al Bardo lleva al segundo problema.
Borges, hablando de las poesías de Edgar Allan Poe, anotaba que lamentablemente habían quedado “relegadas al submundo de la declamación”. Este es el caso de muchas puestas de Shakespeare, y la que propuso el San Martín no es de ninguna manera la excepción. Aún aliviadas de la prosodia inglesa, proferir a los gritos frases terribles no es la manera de transmitir lo visceral que exhuda Rey Lear. Así, la dulce Cordelia pierde toda dulzura en el desgañitado proceso; así, no hay matices entre la locura, la autoridad, la tristeza, el despecho, la muerte. Un segundo problema se postula con la ambición: Shakespeare lanza frases agudas como espadas, y aquí, al igual que en el Hamlet de Branagh, la compulsión a poner la mayor parte del texto hace que tengamos que correr detrás de las palabras, de las sutiles implicaciones.
Es en el lenguaje, entonces, donde ha fracasado esta obra en llegarme. A los gritos y jugando carreras, a medio camino entre el formalismo académico de un lenguaje arcaico y el acercamiento al nuestro castellano, del todo que es Rey Lear sale sólo parte. Con esa porción, aún así nos golpea Shakespeare, con la fuerza insustituible de su verdad.