Ohio Impromptu (Samuel Beckett)

Queda poco por contar.
En un último intento por lograr algún alivio, se mudó del lugar donde habían vivido juntos tanto tiempo a una habitación solitaria, al otro lado. Desde su solitaria ventana podía ver la correntada bajando de la Isla de los Cisnes. Ohio ImpromptuEl alivio, esperaba, vendría como una correntada desde lo desconocido. Una habitación desconocida. Una escena desconocida. Salir hacia donde nada fue compartido. Volver hacia donde nada fue compartido. De esto alguna vez esperó a medias que le llegara algo de alivio. Día tras día se lo podía ver caminando lentamente por el islote. Hora tras hora. En su largo impermeable negro, sin importar el clima y con un gran sombrero de otra época. Al final siempre se detenía a contemplar la correntada que volvía: cómo, en alegres remolinos, sus dos brazos fluían y confluían unidos. Luego daba la vuelta y volvía sobre sus lentos pasos. En sus sueños le habían advertido contra este cambio. Visto el rostro amado y escuchado las palabras silenciosas. “Quédate donde estuvimos solos tanto tiempo juntos, mi sombra te dará consuelo”. ¿No podía acaso volver ahora? Reconocer su error y volver donde alguna vez estuvieron solos tanto tiempo juntos. Solos juntos, tanto compartido. No. Lo que había hecho solo no podía deshacerse. Nada de lo que había hecho alguna vez solo podría alguna vez deshacerse. Por él solo. En este extremo fue presa de su viejo terror nocturno. Después de tanto tiempo, un lapso, como si nunca hubiera ocurrido. Ahora, con fuerza redoblada, los síntomas aterradores (descriptos largamente en la página cuarenta, párrafo cuatro). Otra vez las noches blancas, como cuando su corazón era joven. Sin sueño, sin batallar al sueño hasta el amanecer.
Queda poco por contar.
Una noche, sentado con la cabeza entre las manos, temblando hasta los pies, apareció un hombre ante él y dijo: “he sido enviado por… (y aquí pronunció el nombre amado) para darte consuelo”. Luego, sacando un gastado libro del bolsillo de su largo impermeable, se sentó y leyó hasta el amanecer. Luego desapareció sin una palabra. Algo después apareció nuevamente a la misma hora, con el mismo libro, y esta vez sin preámbulos se sentó y lo leyó todo de nuevo, toda la noche. Luego despareció sin una palabra. Así, de tanto en tanto, sin anuncio, volvía a aparecer para leer la triste historia toda de nuevo, durante toda la noche. Y luego desparecía sin una palabra.
Sin nunca cambiar una palabra, terminaron siendo uno solo. Hasta que la noche llegó al fin cuando, habiendo cerrado el libro y estando el amanecer cercano, en vez de desaparecer se sentó sin una palabra. Finalmente dijo: “tengo orden de… (y aquí pronunció el nombre amado) de ya no volver aquí”. “Vi el rostro amado y escuché las palabras silenciosas”. “No hay necesidad de acudir a él nuevamente, incluso si pudieras”.
Así la triste historia fue contada una última vez, y se sentaron como si se hubieran convertido en piedra. Por la solitaria ventana, el amanecer no arrojaba luz. Desde la calle no llegaba ningún sonido de despertares. ¿O era que, sumidos quién sabe en qué pensamientos, no prestaban atención? A la luz del día. A sonidos de despertares. Qué pensamientos, quién sabe. Pensamientos no, no pensamientos. Abismos de consciencia. Sumidos y quién sabe qué abismos de consciencia. De inconsciencia. Donde no puede llegar ninguna luz. Ningún sonido. Sentados como si se hubieran convertido en piedra. La triste historia contada una vez más.
Ya no queda nada por contar.