El Blog de Seikilos

Borges, que moría pocos meses antes que Di Benedetto, dijo de él que ha escrito “páginas esenciales que me han emocionado y que siguen emocionándome”. Lo dijo Borges, que ha influido de tal manera en la literatura argentina que borró a todos los otros; como Piazzolla, los que vinieron después de Borges escribieron sobre su legado, o en contra de él. Borró a todos dije, incluso al límpido Manuel Mujica Láinez, que tiende a adelgazarse con el tiempo, pero no a Julio Cortázar, que todavía sigue vivo y saludable en la memoria de las gentes. El mismo Cortázar que negó toda su vida haber derivado su obra más famosa (“Rayuela”) de “El Pentágono” de Di Benedetto, pese a la evidencia: negar esa deuda probablemente también importe un elogio.
Empezar a hablar de Di Benedetto hablando de Borges y Cortázar no es capricho; es querer comunicar el lugar invisible que ocupa el escritor mendocino a la sombra de los que hicieron tanto ruido. Esa imperceptibilidad no le ahorró la cárcel a mano de la última dictadura sin que se le explique su culpa (como en aquel otro Proceso, el de Kafka); acaso a esos victimarios le debemos que Di Benedetto escriba en esa clausura y en diminuta letra, disfrazados de sueños, los cuentos mejores, los de su libro “Absurdos”. Ahora Adriana Hidalgo acaba de editar sus Cuentos Completos, ahora poco a poco el polvo de las guerras literarias del tumultuoso siglo pasado está asentándose, y podemos volver a ver a ese hombre extraño que se llamaba Antonio Di Benedetto, ese hombre que se confunde con lo extraño de sus libros. Ese hombre que, suicidado el padre, abrió su ataúd para comprobar si la longitud de su virilidad correspondía a su fama; ese hombre que se lavaba las manos al contacto con los otros hombres, pero que buscaba obsesivamente ese otro contacto, el total, con todas las mujeres. Ese hombre que escribió la novela más poderosa que dio nuestro país, Zama.
Bienvenida sea, entonces, esta edición de los Cuentos Completos, un libro que Di Benedetto empezó a compilar cuando lo sorprendió la muerte. Veinte años tuvieron que pasar para que existan en papel, no como él quería, separados por arbitrarias calificaciones, dignas del Gran Circo de Oklahoma de Kafka, sino cronológicas y por libro, como el rigor académico quiere. Ahí están los cuentos que no queremos que se pierdan más: Aballay, Caballo en el Salitral, Pez, Italo en Italia… ahí están también los otros, los que esperan para ser descubiertos, los inéditos, los que fueron trabajados por el olvido, los que no conocimos.